Biografías





Jaime Hanson

Actor chileno formado en la ex Compañía Escuela Teatro “Q”. En 1990 fue invitado para trabajar como zanquero con el Circo Ruso de Oleg Popov, en gira por Alemania. Desde entonces hasta el año 2002, viajó y trabajó como actor en Teatro de Calle, director y asistente de producción por diversos países de Europa: Dinamarca, Italia, Francia, Alemania, Bretaña, Austria, Suiza, Holanda, España y Portugal. 

En 1992 se radicó en Barcelona, ciudad en la que obtuvo el Título Superior de Arte Dramático Especialidad “Dirección de Escena y Dramaturgia”, en l`Escola Superior d`Art Dramàtic de l`Institut del Teatre de Barcelona (1993-1997)
 
En 1996 y 97, recibió dos becas para participar en los Laboratorios para Estudiantes de Dirección Escénica organizados por l`Scuola Europea per l`Arte dell`Attore -Prima del Teatro- en San Miniatto (Italia) dedicados a Meyerhold y la Biomecánica del Actor

Su interés por esta materia lo llevó a realizar estudios de Doctorado en Artes Escénicas en la Universitat Autònoma de Barcelona. La culminación de sus estudio es el trabajo de investigación: “Meyerhold, del Naturalismo al Nuevo Drama”. 

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Nissim Sharim a los 45 años de TEATRO ICTUS






Entrevista realizada por Jaime Hanson para la revista
 “Assaig de Teatre” de l`Associació d`Investigació i Experimentació Teatral de Barcelona 
dirigida por el Dr. Ricard Salvat.
Fotos: Lily Duffau

Jaime Hanson: Nissim, este año el grupo ICTUS cumple cuarenta y cinco año desde su formación, por ello, para comenzar esta entrevista, podrías narrar cómo nació la compañía. Hasta ahora la más antigua de Chile.

Nissim Sharim: Yo no estaba en los comienzos del Ictus, que se formó como un grupo que era más bien gente aficionada que venía de una escuela de teatro universitario, de la Universidad Católica, que sabían lo que no les gustaba, pero no sabían muy bien lo que les gustaba o lo que querían hacer. Por ello mismo atravesaron distintas etapas que no tenían mucho que ver unas con otras. Te estoy hablando del año 1956 más o menos; hasta los años 60 donde junto con la instalación del grupo en una sala de teatro permanente, empieza todo un proceso de profesionalización. Allí se comienzan a dibujar los caracteres posibles de reconocer a través de la historia del teatro chileno, desde el punto de vista de Ictus.

Recuerdo muy bien el montaje porque yo lo vi, era un muchacho, pero lo vi. Fue un montaje muy interesante, una de las cosas lindas que he visto de Shakespeare. No suele ocurrir con mucha frecuencia ver cosas lindas de Shakespeare.

En Ictus se estaba contra los aspectos más convencionales del teatro y buscaban de alguna manera formas de experimentación. Si bien es cierto, cuando recién empezaron hubo una tendencia a hacer un teatro más convencional. No recuerdo el nombre de la obra, pero lo primero que hicieron fue una obra sobre los orígenes del teatro, lo que sí recuerdo es que cuando el Ictus empezó a tomar autores que en aquella época pertenecían a la vanguardia de la dramaturgia mundial, entonces empezó este proceso de profesionalización que coincidió con la instalación del grupo. Ese es para mí uno de los fenómenos más importantes, el haberse instalado el grupo en una sala obligó a un proceso de profesionalización profundo, reiterado, gradual que dura hasta el día de hoy.

J.Hanson: ¿Ahí comienza el trabajo de creación colectiva?

N.S.: No, no. Comienza con estos dramaturgos de vanguardia que digo, con Harold Pinter, Shila Delany, Edward Albee, con la aparición de Jorge Díaz como dramaturgo que se empieza a formar ahí mismo en el teatro Ictus. La creación colectiva es un fenómeno que deviene tiempo después, yo diría que por los años cercanos al 1970, 67, 68, por ahí.

J.H.: ¿En qué año te incorporas a Ictus?

N.S.: Yo me incorporé a finales de 1962, comienzos de 1963. Fui llamado para interpretar un personaje en una obra de Edward Albee precisamente, que se llama “Historia del Zoológico”, y bueno, me fui quedando ahí y nunca más trabajé en ninguna otra parte, hasta el día de hoy.

El período de los 60 es muy importante. Yo tengo la impresión de que el fenómeno artístico se produce siempre que se produce el encuentro de dos necesidades. La necesidad del emisor y la necesidad del que recibe. La necesidad del emisor por decir lo que siente, lo que estima, lo que de alguna manera lo apasiona. Y la réplica que persigue el receptor de una necesidad que no está cubierta en la sociedad. En la época de los 60, lo que tipificó este asunto, fue la incorporación de este teatro de nuevo estilo, de este teatro que transgredía todas las convenciones más tradicionales, te vuelvo a citar a los autores antes señalados, más Ionesco, Samuel Beckett. Todos esos autores constituían el arsenal de lo que hacía que Ictus funcionara en los años 60, y lo que determinaba que el público le perdonara muchas carencias que teníamos nosotros como directores, como actores, como escenógrafo, etcétera, porque el repertorio, de alguna manera, encabezaba una renovación del teatro en Chile a través del conocimientos de estos autores que eran transgresores y que eran interesantes. Y otros teatros empiezan también entonces a tomar algunas de estas ideas.  

Por el año 1966-67, nosotros montamos una obra de Jorge Díaz que se llamaba “Introducción al elefante y otra zoología”, que era una suerte de parodia crítica, satírica, en torno a los gobiernos militares que existían en aquella época en América Latina. Jorge escribe este texto y se viene a España (porque él vive entre España y Chile), y permite que nosotros no incorporemos en la ejecución a formas de elaboración que modifican, complementan, enriquecen o confirman algunas de las cosas que él había escrito. Y así empieza el primer paso hacía la creación colectiva.

Sin darnos mucha cuenta de lo que estábamos haciendo en esos momentos, ya empieza la creación colectiva, al punto que después de esa obra hicimos una o dos cosas más y se planteó derechamente la idea de hacer una creación que partiera de nosotros con una hoja en blanco, y montamos una obra que se llamó “Cuestionemos la Cuestión”. Esta fue una obra realmente de gran éxito y en que cada uno de los actores entregó unas ciertas experiencias, ciertas vivencias de lo que les pasaba a ellos en el contexto de la actualidad chilena, utilizando mucho el elemento humorístico. De manera que ese fue el nacimiento de la creación colectiva, en el año 1969, ya cerca de los 70s.

J.H.: Este montaje fue el que luego dio paso a la creación del programa de televisión “La Manivela”.

N.S.: Así es, así es. “La Manivela”, al mismo tiempo que fue un trabajo de televisión, tomó algunas cosas que ya habíamos experimentados en el montaje. Pero al mismo tiempo nos creó cierta modalidad que también después incorporamos a nuestro trabajo teatral. O sea, fue una cosa muy excepcional, por lo menos en América Latina, que un grupo fuera contratado por la televisión como grupo. En general en la televisión chilena eso no ocurre, los contratos son individuales para hacer cosas determinadas por otros núcleos que no son los grupos mismos. En cambio nosotros tuvimos en aquella época la suerte de ser los mismos que hacíamos el programa los que hacíamos después el teatro, o los que llevábamos cosas del teatro al programa. Eso nos permitió cumplir con ambas funciones, yo diría que con éxito nada desdeñable, digamos bastante notable. “La Manivela” fue también un hito importante en la historia de este teatro, porque estuvo casi cinco años produciendo un efecto muy importante en el público y al mismo tiempo alimentando nuestras nutrientes teatrales.

J.H.: Antes hablabas de repertorio, pero en cuanto a la técnica del actor, ¿qué utilizaban?

N.S.: Bueno, una de las primeras cosas que surgió a través de la profesionalización del teatro a comienzos de los años 60, fue esto de dar a conocer nuevos dramaturgos y de instalarse en una sala en forma permanente. Otra de las necesidades que surgió fue la de tener un equipo estable de actores. Y el plantearnos la idea del equipo estable, trajo aparejada (queriéndolo o no) la idea de un estilo, y al intentar un estilo y producirse esta conjunción con la televisión, hubo modalidades que surgieron espontáneamente y que fueron muy propias de nuestro teatro por ejemplo el trabajo a través de la improvisación, como una de las herramientas fundamentales para iniciar un proceso creativo.
En general los actores competíamos mucho en la improvisación, que no sólo se utilizaba para crear personajes o para resolver una situación dramática, sino que también se utilizaba en términos autorales. De repente la improvisación se estaba realizando nada más que para el que estaba abajo, en la platea, fuera el director o el autor, porque también trabajábamos con autores. La creación colectiva es una cosa bien importante de establecer. Nunca ha sido enemiga de los autores, al contrario, ha sido la gran co-ayudante, cómplice, complemento del autor. Entonces a veces la improvisación operaba en función del que estaba tomando nota, del autor, de la autoría del texto. Entonces no importaba que tú te excedieras, que tú hicieras un personaje no identificable, o que trataras de hacer algo que después no iba a servir desde el punto de vista de la actuación o desde el punto de vista de la estructura misma de la obra. Pero sí servía como una inspiración para crear algunas situaciones dramáticas a quienes estábamos haciendo el papel de autor.

El estilo comenzó a configurarse de manera espontánea, diría yo, inducida por las diversas necesidades que iban surgiendo a raíz de los propósitos que nos íbamos proponiendo.

J.H.: Estos propósitos a los que te refieres, ¿nacían de una temática determinada?

N.S.: No, no necesariamente de una temática, sino que nacía de una… yo diría que… yo diría que la razón principal era la necesidad de vivir aquello que no se vivía en la realidad. O sea, de aumentar el acerbo de existencia que muchas veces en la sociedad tú no podías tener. Estoy especulando porque de eso nunca hubo teorías demasiado precisas, y al mismo tiempo estoy especulando con efecto retroactivo. En el momento en que se produce no es fácil conceptualizar. Las conceptualizaciones son siempre posteriores, y conviene que lo sean porque cuando la conceptualización es anterior uno suele traicionar la conceptualización en el escenario. En cambio cuando es el escenario el que precede a la conceptualización, generalmente la conceptualización ya no traiciona el escenario.
Yo he escuchado análisis interesantísimos sobre algo que he visto después puesto en escena, y el análisis no tiene nada que ver con lo que vi en el escenario. En cambio, cuando he escuchado análisis interesantes de algo que ya ha sido puesto en escena, pueden haber errores en el análisis, pero no se traiciona lo que se está viendo. O pueden haber diferencias de interpretaciones, pero lo puesto en escena está ahí, y está guiándote bien.
Y por eso digo que las razones que orientaban nuestro propósito tenían un carácter existencial, tenían que ver con el enriquecimiento de nuestras vidas, que cual más cual menos perseguíamos. Y naturalmente con la idea de llegar a ser grandes actores o grandes directores, o grandes teatristas en general. Dentro de la profesión siempre existe esa necesidad. Pero en términos de filosofía, el propósito estaba más bien orientado por esta necesidad de vivir en forma consecuente la vida.

J.Hanson: Después de la época de los 60s, y entrando en los 70s ¿cambian estos propósitos existenciales?

N.S.: Teniendo el grueso del grupo una simpatía por lo que estaba ocurriendo en términos políticos y sociales, durante los 70s, la inquietud que nos producía todo lo que ocurría tenía que ver con la sospecha de que todo se estaba mecanizando. Y de repente nos surgió en esos años la necesidad de saber cómo iba a ser el amor en los tiempos en que la sociedad se iba a socializar o que iba ha progresar a estadios diferentes del régimen capitalista. Porque sólo se hablaba de economía, de organización política, de que el cobre era chileno, de las riquezas… de esto… de aquello (que era muy importante naturalmente), pero nosotros como teatristas necesitábamos referirnos a la superestructura. A cómo iban a ser los sentimientos, a cómo iba ha relacionarse la gente en términos emocionales. Y de ahí nació una obra que se llamó “Tres Noches de un Sábado”, que fue bastante histórica diría yo, en Chile, en que con una estructura muy simple (de tres episodios) se enfocaba en una noche de un sábado lo que hacían tres grupos distintos de la sociedad: un grupo de clase alta, uno de clase media y un grupo popular, y estas noches estaban relacionadas con lo emocional. Y en la medida que íbamos bajando en la escala social, la emocionalidad de la relación amorosa adquiría una dimensión mayor, no por ser planfetarios, sino porque nos nació así. Y porque los autores que trabajaron con nosotros, de alguna u otra manera respondieron también a ese estilo….
 
J.H.: Se trataba de varios autores…

N.S.: En aquella oportunidad nosotros trabajamos con Alfonso Alcalde en uno de los episodios, en otro con Luis Alberto Cornejo, y el segundo lo hicimos con la gente del grupo, que era el episodio de clase media que conocíamos mejor. Pero en los años setenta esa obra fue un reflejo muy poderoso de lo que era nuestra acción y de lo que hacíamos. Coincidió con el auge de “La Manivela”, la que estuvo desde el año 1969 al 73 en los distintos canales de televisión de Chile, la cual se iba radicalizando con mucho humor, pero también iba adquiriendo un sentido social más expresivo hasta que vino el golpe. Aparte de una o dos obras que duraron muy poco tiempo, “Tres Noches de un Sábado” estuvo casi dos años en cartelera, junto con “La Manivela” que se hacía todas las semanas y que era un trabajo enorme porque la hacíamos prácticamente al aire, no la grabábamos, ya que en aquella época era muy difícil eso. Entre 1970 y 1973.

J.H.: ¿ “La  Manivela” se realizaba a partir de un guión?

N.S.: No, no. Muchas veces teníamos el tema y la situación: “Tú entras y la abrazas a ella, y ella ya verá lo que hace…y ella te rechaza o te acepta y tú que estás de testigo dices no…”, entonces los ensayos eran a ese nivel. Y luego la grabación dependía mucho de esta capacidad de improvisación que habíamos desarrollado, en términos demenciales muchas veces, porque de repente había actores que había que decirles “oye cállate la boca porque ya es mucho lo que estás…”. Y ahí aprendimos la importancia que tenía el verbo, era una importancia selectiva. Cuando el verbo era capaz de transformarse en acción, pues venga doscientas mil horas de improvisación. Pero si el verbo no se transformaba en acción, ni treinta segundos duraba eso. Con todo este aprendizaje (que puede sonar incluso muy elemental cuando uno lo dice o lo escribe, o lo lee en algún texto de teoría) ves que aprender viviendo es distinto a aprender leyendo o teóricamente.
Había un teatrista muy importante en Chile que se llamaba Pedro de la Barra, que contaba que él a sus alumnos de teatro no los dejaba leer Stanislavsky hasta que no se hubieran subido al escenario. Cuando se subían al escenario, obligados a leer a Stanislavsky; pero antes no, porque no lo iban a entender. La verdad es que yo leí a Stanislavsky antes de subirme al escenario. Después volví a leerlo cuando me subí al escenario. Y debo confesar que antes de subir encontré que era literariamente interesante, pero no lo entendía básicamente. Después lo entendí un poco mejor... pero quizás no todavía, hasta el día de hoy...

Eso fue desde 1970 a 1973, y después vino la debacle.

J.H.: A partir del golpe militar de 1973, muchos grupos en Chile sufrieron graves consecuencias debido a su labor artística, como es el caso del grupo Aleph, ¿cómo vivió Ictus estos acontecimientos?

N.S.: Del grupo “Aleph” tomaron preso a algunos de sus miembros. Óscar Castro, el director, fue visitado por su madre y su cuñado cuando estuvo detenido -yo no sé bien los detalles- pero ambos desaparecieron. Nunca se supo exactamente qué había pasado, pero que los mataron, los mataron. Y luego Óscar emigró a Francia con alguna gente del grupo y reagrupó a la compañía allá, la cual funciona hasta el día de hoy en París. Y cuando va a Chile, generalmente viene al teatro nuestro; hacen algo durante una breve temporada y luego se van. También le quemaron la carpa a un grupo que venía del Ictus, era un grupo de dos de los actores nuestros que habían formado esta carpa aparte del teatro La Comedia.

Pero partamos por el comienzo. El año 1973, cuando viene el golpe de estado, en el Ictus se produce una gran inquietud por entender qué podíamos y qué debíamos hacer. Y después de largas deliberaciones, decidimos que íbamos a seguir haciendo lo que hacíamos, que era la creación colectiva y que en ésta íbamos a trabajar como si no hubiera ocurrido el golpe. Y nuestra autocensura sólo iba a funcionar antes del estreno, pero no mientras trabajáramos, aunque en los hechos siempre se trabajó con un poco de autocensura: “y si dijéramos tal cosa…”. 


Nissim Sharim y Jaime Hanson durante la entrevista

La primera obra que fue directamente contestataria se llamó “Pedro, Juan y Diego”, que se trataba de tres individuos que venían de distintas extracciones sociales y que se veían obligados a tomar lo que en aquella época se llamó el PEM, y que era muy divertida porque uno era obrero de la construcción, el otro era  un verdulero y el tercero había sido un empleado del Banco de Estado. Ellos estaban obligados a acarrear piedras de un lado a otro y después devolver las piedras del otro lado ahí mismo. No sabían para qué estaban realizando eso, entonces se mostraba las distintas formas que tenían ellos de percibir esta realidad tan distorsionada. Era una manera con ciertos elementos de sofisticación, pero era una manera bastante punzante e irónica de tratar a la dictadura. Cuando terminamos los ensayos y teníamos lista la obra para estrenarla, decidimos convidar a una gran cantidad de periodistas a que vieran un ensayo general (periodistas más bien de derecha), que nos dijeran qué era lo que teníamos que suprimir para no ir presos, porque así se operaba en aquella época. No había una censura establecida, pero si tú te equivocabas te podía pasar lo que le pasó a Óscar Castro. Entonces vinieron a ver el ensayo y les gustó tanto que dijeron “no quiten nada, nosotros los vamos a apoyar…”, y efectivamente logramos un apoyo insólito en aquella época, de periodistas de todas clases. Eso nos demostró que nosotros debíamos seguir haciendo lo que hacíamos. Después vinieron obras que fueron tanto o más duras que esa.

Nosotros tuvimos mucha suerte por dos razones: una porque los artistas fueron consideraron impotentes social y políticamente (y en eso se equivocó la dictadura), y dos (en lo que no se equivocó mucho), era que cerrar un teatro como el nuestro producía un efecto de mayor contundencia negativa, sobre todo en el exterior, que permitir que fueran cien o doscientas personas diarias a gozar con la ilusión de recuperar la libertad. Pero sufríamos amenazas y a mi casa cayeron dos bombas. Cuando mataron al hijo de Roberto Parada hubo una gran propagación de amenazas, a las dos o tres de la mañana te llamaban y te decían “degüello, degüello, degüello”, en fin, no la pasamos muy bien para serte franco. Pero teníamos la gran gratificación de que nos sentíamos haciendo lo que teníamos que hacer, de lo que no teníamos ninguna duda. No habíamos sacrificado nada de nuestro estilo, ni de nuestro nivel artístico. Pero al mismo tiempo sabíamos muy bien que todo lo que hacíamos era de alguna manera una protesta violenta contra la dictadura.

J.H.: Efectivamente, en esos momentos representaban “Primavera con una Esquina Rota”, a partir del texto de Mario Benedetti, la cual, a parte del alto nivel artístico, era una respuesta contundente al modelo de sociedad que se estaba implantando en Chile…


N.S: Después hicimos una obra que se llamaba “Lindo país con vista al mar”, donde había una sátira feroz a la dictadura; y antes hicimos “La mar estaba serena”, que también contenía elementos de esa naturaleza; después hicimos “Lo que está en el aire”, que era la historia de un profesor que veía como raptaban a su alumno y desaparecía. En fin, no recuerdo bien ahora otros títulos, pero la verdad es que todos nuestros títulos apuntaban en esa dirección.

 Y claro, después se termina esto de repente, viene el año 1990, y la verdad es que tú sientes que el piso se mueve para todos lados y no sabes para donde. Entonces inventamos una obra que se llamó “Prohibido suicidarse en democracia”, que era la historia de un comunista cuyos parámetros también se habían venido abajo, ya que junto con terminarse la dictadura en Chile, se había caído el muro de Berlín y se había terminado la unión Soviética. Entonces no sabía si alegrarse por la caída de la dictadura en Chile o llorar por la pérdida de la utopía. Toda la obra estaba estructurada en base a episodios en que el nexo era la aparición de este hombre que siempre quería suicidarse. Aparecía un tablón en el escenario y él quería lanzarse desde ese tablón para abajo, todos los episodios partían así. Y él, lo único que quería es que en su velorio alguien le cantara “La internacional”. Todo esto con elementos muy cómicos y al mismo tiempo muy trágicos. La obra terminaba cuando el hombre encuentra un tablón de donde lanzarse, pero en el cual había otro individuo que también estaba viendo la posibilidad de lanzarse, éste último era un cantante de bolero. Entonces comienzan a disputarse el turno y este tipo le dice: “Bueno, yo le dejo que usted se tire antes pero siempre que usted me cante La internacional”. El cantante le dice: “Ese tema no lo conozco”. Y el otro le dice:


-Bueno yo se lo enseño

-¿Y la letra?

-Yo se la voy soplando


Así comienza esta historia que es muy divertida al principio, porque el cantante trataba de hacerlo en tono de bolero y de pronto empieza a sonar una composición que un músico escribió especialmente, una internacional hermosísima, que eran tiempos no de boleros, sino algo así como música de Silvio Rodríguez. Una internacional bellísima. Comienzan a cantar estos tipos y aparecen el resto de los actores como una especie de angelotes y todos ellos pidiéndole al público si querían cantar con ellos. Y así terminaba esa obra, que era una manera de decir: “¿Que hacemos ahora, como es la cosa?”. Fuéramos o no comunistas, la utopía que representaban los países socialistas, con mayores o menores reparos para muchos, resulta que había muerto. Entonces de qué nos servia el regreso a la democracia, a nosotros, a cuál democracia si ya no teníamos ideales.

A partir de aquí empieza una etapa de búsqueda que dura hasta hoy día, en que hacemos esta obra que fue muy señera, tras la cual volvemos al repertorio de estos autores de los cuales el nuevo es David Mamet, “Oleana”; después hacemos “Einstein”; “Sostiene Pereira”, basada en la novela de Antonio Tabucci y hacemos dos o tres creaciones colectivas más, tomando como base narraciones literarias de Mario Benedetti y Juan Onetti. Hacemos una obra que se llama “El efecto mariposa”; y la última que hicimos se llamó “Amores difíciles” basada en un cuento de Benedetti y en cosas que inventábamos nosotros.

Ahora que reflexiono, tomo conciencia que estos apoyos literarios también tienen que ver con una suerte de crisis de la dramaturgia moderna, en que por una cosa o por otra estos fenómenos sociales y políticos de los que hemos estado hablando, han influido en autores que están como más dedicados en encontrar algunas formas transgresoras, más que contar historias. Y cuando no hay historias en los dramaturgos, tú los buscas en los cuentistas. Los novelistas y los cuentistas tienen que tener historias. Si no tienen historias no sirven. En cambio, hay una cierta tendencia en la actualidad en los dramaturgos que se autodenominan postmodernos, en que hablan de que no importa el cuento, no interesa el cuento en el teatro, lo que interesan son las atmósferas. Y claro, las atmósferas…. Tú puedes comprarte un desodorante por ahí y rociarlo, pero las atmósferas son el producto de un relato y si no son el producto del relato es una cosa que puede ser simpática, interesante o atractiva y punto. Yo no concibo el teatro sino tienen historia, si no hay algo que decir.

 
J.H.: Anteriormente comentabas que una de las condiciones que contribuyó a la profesionalización del teatro Ictus fue la instalación en una sala propia y la necesidad de generar los recursos para mantener esta infraestructura, sin embargo la sala siempre fue de uso exclusivo vuestro,  ¿esto se ha modificado en los últimos años?

N.S.: El Ictus normalmente hasta hace algunos años, cuando terminaba una obra, generalmente pasaba un mes o dos meses  antes de estrenar otra, por razones obvias. En la actualidad no nos podemos dar ese lujo. Y como tampoco queremos hacer cualquier cosa, nos vemos obligados a albergar a algunos grupos en términos de sociedad, de arriendo, de cesión de teatro por uno o dos meses y de repente ha habido grupos que han tenido un éxito notable como fue la argentina Nora Fernández, que estuvo más de un año. Nosotros seguimos trabajando pero a ella le dejamos un horario. Entonces ocurre eso, que de repente albergas otro grupo, lo cual es muy bueno porque no pierdes contacto con el resto de esta realidad que se está generando, y no tan bueno porque a veces te ves obligado a ceder la sala a espectáculos que no patrocinarías.

J.H.: Sin embargo son espectáculos, tal como tú señalas, que permanecen en cartelera largo tiempo. Entonces, ¿qué pasa con los gustos o las inclinaciones artísticas del público?

N.S.: Hay un problema que va más allá del teatro, que tiene que ver con el arte, con la sociedad y con la cultura en general; y es el estribillo: “lo que la gente quiere es eso y hay que darle a la gente lo que quiere”, el cual viene de la televisión fundamentalmente, que utilizan muchos teatristas para justificar algunas impudicias estéticas. Y lo que la gente quiere es lo que tú le has enseñado a querer, naturalmente. Pero eso es resistido, porque en el fondo cuando hablan de lo que la gente quiere, están aceptando la capacidad normativa del dinero. El dinero pone las normas, la gente quiere lo que tú les acostumbraste a querer. Y tú le acostumbraste a querer esas cosas que rinden dinero. El que va a pagar por un programa, por una obra o por un patrocinio es el que quiere pagar “por lo que la gente quiere”. En la actualidad por ejemplo yo soy miembro del directorio de televisión nacional –canal 7- que es un cargo como el del rey de Inglaterra, que reina pero no gobierna; y allí, cada vez que yo protesto por un programa me dicen “es lo que la gente quiere… mira la audiencia que tienen…”. Y eso también se está extendiendo en el teatro.

Hay una responsabilidad estética que a mi juicio aún no es comprendida por mucha gente (sobre todo por la gente de la televisión), que está contagiando al teatro. La gente de la televisión tiene clarísimo que ellos tienen que hacer lo que de audiencia, y lo que lo da, es lo que da el dinero, ya que la televisión no puede ser sino más que autofinanciada. Ese es el otro error terrible en Chile: que el estado no le puede dar un centavo a la televisión pública (por ley no le puede dar), lo que es ridículo, lo que es absurdo. Fíjate lo divertido que es: en el canal 13, que es de la Universidad Católica y que por tanto es un canal privado, se comprobó que el año pasado perdió una cantidad enorme de dinero (como diez… doce… trece mil millones de pesos), entonces la gente se preguntaba cómo pagó eso, y la respuesta era que la universidad lo pagó. ¿Y de dónde saco dinero la universidad?. Entre otras cosas de una subvención que le da el gobierno. Entonces en definitiva el gobierno indirectamente puede subvencionar el canal privado y el canal público no, porque la ley del canal público establece perentoriamente que el gobierno no puede entregarle dinero al canal 7. Este es el gran argumento que tiene esta gente para decir: “Viejito, tú eres un idealista, utópico, macanudo en tu teatro pero aquí no se puede”.

Y ese ha sido mi calvario durante estos dos últimos años que he estado ahí tratando de meter cosas que tengan mejor relieve. Algunas cosas se han logrado pero no en los niveles que yo creo que debería. No en la mentalidad de los que dirigen el canal que en el fondo son los mandos medios, los que tienen el cargo de gerente, de director de programa, etc. Teóricamente el directorio los puede obligar a cualquier cosa, pero el directorio somos siete. Hasta que convences a los otros seis…


J..H.: Nissim, existe en Chile una instancia en la cual se concentran gran número de estrenos nacionales, me refiero a los festivales de teatro del mes de enero. ¿Cómo ves tú este fenómeno?


N.S.: Por lo menos este año, el mes de enero ha sido la expresión culminante de algo que hace un tiempo que se viene gestando (hace uno o dos años), la proliferación para mi gusto excesiva de oferta teatral, en que nacen grupos con la misma velocidad con que mueren. O sea, de una proliferación excesiva. Y es porque, de pronto si tú tienes un trabajo en televisión y está bien pagado, y te queda un tiempito para organizarte con dos o tres actores más y un director, y consigues una sala a porcentaje y haces una obra que te interesa hacer y tienes éxito: ganas un poco dinero y vuelves a la televisión. Si no tienes éxito no pierdes más que el trabajo invertido y vuelves a la televisión. Entonces la formación de estos grupos no es una formación que tienda a la institucionalización. Si no que es una formación coyuntural que encuentra su punto culminante en el mes de enero, porque en el mes de enero va mucha gente al teatro; porque se hace teatro al aire libre; porque es un mes que viene mucho turista; porque es un mes en que la gente que no ha ido al teatro en todo el año, aprovecha para ir.

La idea partió con una historia hace algunos años atrás que se llamó “teatro a mil”. La idea era que iban a cobrar mil pesos por entrada, pero nunca cobraron mil pesos, y ahora es un teatro a cinco y a seis y a siete mil pesos. Ahora se sigue llamando teatro a mil como un reflejo histórico, pero la verdad, o como diría Borges: “Como una superstición histórica”.

Entonces todos los grupos que han tenido éxito con algunas de sus obras, van y las ponen en estos escenarios al aire libre que organizan algunas instituciones. Grupos que no han estrenado, tienden a estrenar en el mes de enero porque hay una tradición de gente que va al teatro. Pero este año yo tengo la sensación de que la oferta fue tan abundante, que la respuesta no fue al nivel de los otros años, creo. Hubo teatros vacíos, hubo teatros con poca gente. Lo que sí hemos descubierto algunos es que hay que seguir en febrero, porque en febrero sigue muy poca gente.

J.H.: Señalabas anteriormente que Ictus busca principalmente contar historias a través de sus obras, por ello me interesaría saber cuál es para ti el rol social del actor.

N.S.: Yo creo que el rol social del actor es entregar, lo más honestamente que pueda, una parte de sí mismo en la historia que le toca representar. Es enriquecer al público y enriquecerse él al mismo tiempo a través de una vivencia escénica que tenga que ver con su vida y con la vida de su público, con su entorno.

J.H.: Precisamente este año Ictus cumple cuarenta y cinco años de existencia, ¿cómo tienen pensado celebrar este aniversario tan significativo?

N.S.: Actores como Jaime Celedón, como Jorge Díaz, me propusieron hace unos meses atrás que celebráramos los cuarenta y cinco años desde que nació el Ictus. Una de las razones fundamentales por las que yo acepté, fue que esto de alguna manera iba a ser, no un regreso, sino por lo menos adjuntarse algunos actores y algunos teatristas de aquella época con su propia historia. De tal manera que decidimos que el año 2002 iba a ser el año de celebración permanente del aniversario, en el que íbamos a poner en escena tres obras e íbamos a realizar entre las obras, eventos culturales a cargo de gente que trabajó en el Ictus. Es decir, íbamos a tratar de que pasara la mayor parte de la gente que trabajó en el Ictus, de los que estamos vivos todavía. Y así es como se aprobó esta idea, la que vamos a iniciar probablemente a finales de marzo, comienzos de abril, con un reestreno de una breve temporada con “Einstein”, que es una obra que de alguna manera ha sido muy significativa dentro del teatro; y enseguida una obra que de alguna manera va a tener las modalidades de la creación colectiva, para la que se llamó a un grupo de actores que trabajó un tiempo largo en Ictus, y que ha sido escrita por uno de los viejos miembros de la compañía llamado Andrés Rillón, la cual dirigirá Jaime Celedón (uno de los primeros miembros que tuvo Ictus). En esta obra trabajaran actrices como Maria Elena Duvauchelle, Paula Sharim, Carla Cristi; y actores como Roberto Poblete, Edgardo Bruna y José Manuel Salcedo, que en distintas etapas de su vida han dedicado un tiempo importante al Ictus. Y luego haremos una obra de Jorge Díaz, y probablemente una obra mexicana acerca de Freud.

En esta celebración de los cuarenta y cinco años vamos a incorporar eventos como por ejemplo la narración de “Cuentos delirantes” de Jorge Díaz, en que habrá un grupo de diez o quince actores. Cada uno de ellos contará un cuento escrito por Jorge Díaz, que es una modalidad distinta de poner en escena una obra, que tiene un cierto encanto que estamos experimentando un poco. Cómo es esto de los "cuenta cuentos" y hasta dónde se puede, de alguna manera, asimilar y enriquecer la labor dramática con eso. Y al mismo tiempo van a ponerse en escena pequeños trozos de cosas que hicieron los fundadores de Ictus.

Mucha gente se ha ido del  Ictus en el último tiempo, y estamos tratando de alguna manera de renovar a los trabajadores del Ictus con gente joven, como la misma Paula Sharim y otros actores.

J.H: Nissim, ya para terminar, con tu vasta experiencia en la escena, como hombre de teatro hasta la médula, ¿qué es para ti el teatro?

N.S.: Yo creo que es una forma de vivir. Es una manera de vivir, y de mirar la vida al mismo tiempo. Es un punto desde donde uno se para y ve lo que está pasando y al mismo tiempo ve lo que le pasa a uno. Siempre recuerdo esta frase de Sartre, no sé si es exacta pero decía que: “Uno es lo que uno puede hacer con lo que la historia ha hecho con uno”. Parece como endiablada pero es muy precisa, es decir, aceptando que uno no es el dueño de su destino, pero negando que uno es totalmente ajeno a su destino.



 Barcelona, 11 de febrero del 2002 


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Encuentro virtual con Isidora Aguirre

Por Jaime Hanson B.





Entrevista realizada vía Internet desde Barcelona por Jaime Hanson para la Revista “Assaig de Teatre”. Barcelona. 2002, Nº 33 y 34, Págs. 43 a 66.

Publicación de l`Associació d`Investigació i Experimentació Teatral de Barcelona, Dirigida por el Dr. Sr. Ricard Salvat.



 

“Una de mis mayores satisfacciones,
más que aplausos, felicitaciones o buenas críticas,
es el tener como público a mis personajes,
y el que se reconozcan en ellos”


I

Jaime Hanson: En el teatro chileno, el nombre de Isidora Aguirre está asociado a grandes directores de escena, actores, escenógrafos, dramaturgos, que al igual que usted, forman parte importante de su historia. Comencemos desde el principio.
        
Isidora Aguirre: Los autores que partimos en la década de los 50, E. Bunster, María Asunción Requena, Egon Wolff, Alejandro Sieve­king, principalmen­te, somos “hijos” del Teatro de la Universi­dad de Chile. Los directores y actores, con formación  en academias europeas y experiencia en montajes de obras clásicas y modernas ex­tranje­ras, fueron nuestros maestros. No había talleres o dramaturgos que enseña­ran la técnica teatral, (una de mis especiali­dades). Aprendía­mos de los autores clásicos y modernos, leyendo o viendo esas obras; es decir, los directo­res y actores nos llevaban gran ventaja, razón por la cual trabajá­bamos nuestros textos con sumo rigor. El mismo rigor que se suele echar de menos en las nuevas generaciones que no tienen el desafío de tentar a los prestigiosos teatros universitarios con sus obras. El Teatro Nacional (nombre actual del teatro de la Universidad de Chile), que acaba de celebrar sus 60 años de existencia, fue creado en 1941 por Pedro de la Barra y sus compañeros del Pedagógico, bajo el alero de la aquella misma Universi­dad. Los acogió el rector de entonces, Juvenal Hernández. Para los ensayos les prestaba el cuartito donde se guardaban los útiles para el aseo, detrás del salón principal. El comediante peruano Lucho Córdoba, una histórica mañana “lluviosa de invierno”[1] les facilitó la sala que él tenía. Los favoreció el auge cultural del gobierno del presidente Pedro Aguirre Cerda, cuyo lema era “gobernar es educar”. Cuentan que a la salida de aquella memorable función de La Guardia Cuidadosa de Cervantes, un español de los que llegaron refugiados en el Winnipeg, comentó: “Aficionados... y malos”. En la función, a Roberto Parada no le salió el tiro de la pistola a fogueo, y le gritó a Pedro “Pum... ¡estás muerto!” 

El propósi­to de esos jóvenes era mejorar la calidad del reperto­rio de aquella época. Se estrenaban obras livianas, donde el público iba más bien a ver a los divos, como era el caso del famoso actor Alejandro Flores, el que solía adaptar obras france­sas de Boulevard. De esa abundante produc­ción na­cional de los años 20 al 40, quedaron pocos autores: Armando Mook con buenas obras costumbristas; Germán Luco Cruchaga, autor de una obra que se considera clásica en nuestro repertorio La viuda de Apablaza, drama campe­sino con algo de tragedia griega; un autor de origen popular, Antonio Acevedo Hernández, cuyas obras tienen atractivos persona­jes y contenido, pero adolecen de fallas de construcción; y Carlos Cariola, autor de sainetes y que  creó la Sociedad de Autores Teatrales. Este era pues el panorama teatral que nos precedía a los que nos iniciamos al amparo de los teatros universitarios en los años 50.

Hablando de nuestros maestros, empiezo por contar mi feliz encuentro con Eugenio Guzmán cuando me iniciaba en la dramaturgia. Había yo estu­diado cine en Paris, en la temporada 1949/50 (en la IDHEC[2) y visto allá mucho teatro. Llegando a Chile comprendí que un año en esa escuela de cine no me servía de mucho, y que para escribir teatro necesitaba conocerlo “desde adentro”. Vittorio di Girola­mo, miembro de una de las familias de artistas italianos que llegó ese año a radicarse a Chile, me invitó a ser su ayudante de dirección en una obra clásica, Las Nubes de Aristófanes, un experimento con actores del Teatro de Ensayo de la Universidad Católica. Fue ése mi primer contacto “desde adentro” con la escena. El experimento no funcionó, pero quedé prendada del teatro.

J.Hanson: Su escritura ha conocido una etapa stanislavskiana, posteriormente brechtiana y por último podríamos decir que encontró su propio estilo. Con respecto a la primera de estas etapas, usted señaló en una entrevista que: “la técnica la aprendí con Hugo Miller (en su Academia), aplicando a la escritura los postulados de su Dios, Stanislavsky”[3]. Me gustaría que nos contara más detalles sobre las técnicas a las que se refiere.

I.Aguirre: Hugo Miller fundó a inicios de los años 50 una Academia auspiciada por el Ministerio de Educación, y me convenció de que me inscribiera en el curso para “escribir teatro”. Aunque escéptica, acepté. Y fue una muy rica experiencia. Me atrajo la parte que llamo “colectiva” del teatro, compartir y trabajar con los compañeros de actuación (como luego lo haría con los elencos de mis obras), así como con los profesores con quienes tuve gran amistad: Hugo Miller, Rómulo Herrera y Cucho Cardemil, que me apoyaban cien por cien. Rómulo Herrera, que había estudiado cine en USA, me trasmitía sus apuntes de técnica, pero más provechosas fueron las lecciones de Hugo Miller que enseñaba actuación. Tuve que actuar y lo hacía muy mal, me fallaba el “sí condicional” de Stanis­lavsky, no creía en mi perso­na­je, pero me fue útil la experiencia para la escritura. Además, Miller, fanático de Stanis­lavsky, me hacía escribir diálogos para entrenar a los alumnos de actuación según sus postula­dos, acción directa, diferida, breves melodramas para estudiar el conflicto, etc. El estudio de la “Premisa, objetivos y superobjetivos”, por ejemplo, se aplican tanto a la actuación, como para corregir una obra que hemos escrito llevados por la imaginación y el instinto. Luego la técnica se internaliza, pero se “racionaliza” para enseñarla.

 Mi primer intento fue la adaptación de un pequeño guión de cine (presentado en  el examen de la IDHEC), Entre dos Trenes, una historia de una niña en una esta­ción solitaria y un loco. Fue mi preestreno porque Hugo la presentó en una “lectura dramatizada” en el Instituto Chileno Norte­america­no.

Estuve sólo dos años en esa Academia, porque con un cambio de gobierno se terminó. En la ceremonia de despedi­da, el profesor R. Herrera dijo, designándome: “hemos cultivado un campo, pero ha brotado una sola rosa, ¡la rosa eres tú!”. Tanto como Stanislavsky, tuvo importancia el estímulo que recibía.

En el año 1954, tenía 3 obras en un acto, Entre dos Trenes, Pacto de medianoche y Carolina. El Teatro de la Universidad de Chile realizaba una estupen­da labor de “extensión”, y una de ellas era organizar grandes festiva­les de teatro afi­cio­nado, llamando a conjuntos de provin­cia. Solici­taban a los autores obras en un acto para enviárselas por si no tenían obras de su creación (lo que ocurría a menudo y eran de gran interés porque contaban sus experiencias). Los de la Academia teníamos una “peña” en el Café Santos y ahí un compañero me dio ese dato. Como las cosas “me pasan”, no las busco, al saber que quien recibía las obras era un actor que me había impresionado en una obra de Arthur Miller, le llevé mis 3 obras. ¡Jamás imaginé que con ello entraba a la carrera de drama­tur­gia, como quién dice, por la “puerta an­cha”!

En diciembre del año anterior, un actor desco­nocido entonces, Raúl Montene­gro, se interesó en montar Pacto de Media­noche. No tenía  dinero (un bohemio que se ganaba la vida recortando perfiles con unas tijeras), pero consi­guió que le presta­ran una sala, en el subterráneo del Teatro Cariola, en la calle San Diego, barrio difícil para atraer  público. En ese mismo mes, a unas pocas cuadras, Morandé con Alame­da, se presenta­ba a tablero vuelto y excelentes críticas, Noche de Reyes, un montaje del Experi­men­tal que estrenaba ese año la Sala Antonio Varas.

 Montenegro, aunque era un actor nato, no sabía dirigir; no contábamos con buen elenco, menos con técnicos. Fue un montaje “a pulso”. Se daba mi obra con El canto del cisne de Chejov, para completar la función, en tandas de vermú y noche. Debía ser utilera, vestuarista, consueta, barrer el escenario, llevar termos con sopa, sándwiches y café, nuestra cena entre las dos funciones, porque de otro modo Raúl no se alimentaba (y yo tenía un marido que me mantenía). Luego, ya famoso, Raúl siempre me hablaba con ternura de aquellas sopitas. Tuve que “soplar­le” enteramente el Canto de cisne, pues no lo memorizó­. Raúl era sordo de un oído, y no existía la concha de apuntador. Me instaló detrás de un sofá en el escenario vacío (como pide la obra), pero al dar las luces se proyectaba una especie de dinosaurio en el cielo raso. Luego me hizo envolverme en la cortina y colo­có un pedestal junto a mí. Entraba, envuelto en una sába­na, la túnica del viejo actor, trayendo una vela encendida, que dejaba en el pedestal: la luz con que contaba yo para leer. Era tan excelente su actua­ción que en las partes dramáticas me arrancaba lágrimas mientras le pasaba texto. Actuaba arrodillado junto a ese pedestal, y no se alejó hasta que logró memorizar algo su monólogo. Cuando tenía que decir: “qué terrible es un teatro vacío”, me guiñaba el ojo que el público no veía, porque penaban las ánimas en platea, o me hacía cómicos gestos con las manos al recitar del Lear el “soplad, vientos soplad...”. No éramos conocidos, no hubo propa­ganda, no fueron los críticos. Envidiábamos el éxito de Noche de Reyes. Tuvimos sala llena nada más para el estreno. Mi obra quedó inmadura, no la trabajé durante los ensayos, no contó con una direc­ción, tanto así que la retiré de circulación. Sin embargo, fue una experiencia inolvi­dable: supe lo que es para el dramaturgo “un acto de amor”, como lo llamó Jean Louis Barrault. En el clímax de la obra, sentía pasar una corriente cálida, emocionada, desde el públi­co, pasan­do por el actor, hasta mí, que estaba entre bam­bali­nas por si había que dar letra. Por lo del teatro vacío, Raúl me decía: “no te preo­cu­pes, ambos tenemos ta­lento y antes de un año tendre­mos teatro lleno” ¡Y así fue! A los 6 meses, Raúl, contratado por el Teatro de Ensayo, debutó con éxito en el rol del Enfermo Imagi­na­rio, de Molière, y justo al año, esto es, en diciembre del 1955, me montan Caroli­na, con dirección de Eugenio Guzmán, en la Sala Antonio Varas, con actores que brillaban el año anterior en Noche de Reyes (Alicia Quiroga, Mario Lorca, Ramón Sabat)

No sólo aprendí del director, también de los acto­res al trabajar la obra durante los ensayos, gracias al méto­do de la improvisación de ellos en torno al texto, que trajo de Yale, Eugenio Guzmán. Desde enton­ces, siempre he terminado realmente las obras durante los ensayos, cortando, agregando, de acuerdo a la sabidu­ría del director, o con los tropiezos en el texto de los actores y mis propias críticas.   



Carolina de Isidora Aguirre
Dirección Eugenio Guzmán


Carolina tuvo un éxito inusitado. Cuenta mi experien­cia de partir de vacaciones dejando una olla con dos huevos al fuego, y los sufrimientos durante el trayec­to al recordar­lo. Las risas y los aplausos causaron entusiasmo en la gente del teatro, al que yo pensaba que lograría llegar, con suerte, dentro de unos 5 años. Pedro de la Barra que dirigía el tea­tro, quedó entu­siasmado, de ahí nació mi larga y estrecha amistad con él. Por su inicia­tiva, Carolina fue llevada a una sala del centro donde tuvo excelen­te crítica, y se sigue montando hasta hoy. Esta dirección de Guzmán fue, pues, la primera de sus enseñanzas, su método de trabajo era acucioso: primero lo hacíamos a solas, él detectaba las fallas, y yo corregía. Me guiaba en los cortes (escribo largo, para dejar lo esencial) Cada vez que Guzmán tenía que dirigir una obra nacional, me pedía que le ayudara a “cortar”. La segunda etapa era la participación en los ensayos. Eugenio era un personaje extraordinario, nunca he vuelto a reírme con nadie como con él: era famoso por su agudo y festivo sentido del humor, lo que hacía que sus “pelambres” en el ambiente del teatro fueran como una “riqueza socioló­gica”, término que ahora, al añorarlo, se me vino a la mente. Su muerte, en el año 1988, interrumpió una brillante  carrera.


J.Hanson: Otro nombre fundamental en la historia del teatro chileno es el de Pedro de la Barra, a quien usted ya se ha referido. Desde su punto de vista, ¿cuál fue su aporte al teatro chileno?

I. Aguirre: Considerado el principal fundador del teatro de la Universidad de Chile, sus aportes fueron más allá de la enseñanza: se preocupó de conseguir leyes que beneficiaran y protegieran a sus integrantes, y el funcionamiento del teatro. Fue el maestro de varias generaciones, respetado y admirado por sus discípulos, por su valor como hombre de teatro, por la categoría que le daba al teatro nacional, y por su atractivo personal, inteligencia, imaginación, generosidad y sentido del humor, su chispa muy criolla despertaba de inmediato las simpatías. Así era nuestro gran maestro del teatro chileno. 

En cuanto lo conocí me invitó a seguir en la Escuela de Teatro, su curso, “El Teatro en Chile”. Pronto me nombró su ayudante. Me pedía que yo pasara materia, (la actividad teatral desde la llegada de los españoles) y él intervenía hablándole a los alumnos para estimularlos, guiándoles respecto a buscar nuestra identidad, solía repetir: “escriban sobre lo nuestro, porque ni Shakespeare ni Cervantes pueden hacerlo como ustedes”; es decir, indaguen sobre la riqueza de lo que bien conocen. Mi primera obra en tres actos, (drama  basado en una leyenda sureña) fue fruto de aquel estímulo.[4]

El año 1957, Pedro tuvo una crisis debida a diversas circunstancias, una de orden sentimental, la otra relacionada con el teatro: me decía “establecí aquí un sistema tan democrático que ahora a todo lo que yo, el director, propongo, me dicen que no...”. Durante un tiempo decía que sólo deseaba dedicarse a la crianza de cerdos. A mí me correspondió tomar su cátedra y se presentaron ese año a dar examen dos muchachos “huasos” de Chillán, muy tímidos, y me dijeron: “Por favor profesora no lo tome como halago para obtener buena nota, pero como dio libertad sobre el tema, daremos el examen de Teatro en Chile sobre su obra campesina Las Pascualas, que acabamos de ver.” Eran Víctor Jara y Nelson Villagra, este último uno de nuestros grandes actores.

Pedro se preocupó de que se montaran Las Pascualas. No había sido aceptada porque en el concurso de ese año obtuvo el premio una bella obra de L.A. Heiremans (El Abanderado), y lo establecido era producir una obra chilena por año, junto con dar a conocer los clásicos y el repertorio moderno extranjero. Pedro propuso que la dirigiera Guzmán con elenco del Teatro Experimental, y que fuera presentada en otra sala que arrendaron y luego llevada en gira al sur, especialmente a Concepción, donde estaba la laguna llamada de las Tres Pascualas que inspiró esa leyenda.



Escena de Las Pascualas de Isidora Aguirre
Dirección Eugenio Guzmán



J.Hanson: Sin embargo Pedro de la Barra volvió al teatro precisamente por una obra escrita por usted y el novelista Manuel Rojas: Población Esperanza. ¿Cómo convenció a de la Barra para que volviera a dirigir?

I. Aguirre: Antes quisiera hacer una referencia a Población Esperanza. Manuel, que ya era Premio Nacional por su gran novela Hijo de Ladrón, deseaba escribir una comedia, y luego de ver Carolina me pidió que lo hiciéramos en colaboración. Pero para mí era la ocasión de escribir sobre personajes del pueblo que él bien conocía (había sido obrero en su juventud). Al fin accedió, y escribimos un drama que ocurre en una población con personajes “marginados”. Él iba introduciendo sus personajes y yo los míos, pero tan bien nos complementamos que los críticos comentaron que Filomeno, un mendigo que trabajaba de “mudo” y tenía su drama, era “lo mejor de Manuel Rojas,” y en cambio a la graciosa mendiga Emperatriz que arrendaba criaturas, que era de Manuel, la atribuyeron por su comicidad, a “lo mejor de Isidora Aguirre”. Esa colaboración tuvo para mí  suma importancia: al terminar la obra le pregunté a Manuel “¿cómo ves mis personajes populares, te parecen reales?” Respondió: “como si hubieras nacido entre ellos”... Fue como pasar un examen ya que, si bien deseaba escribir obras de denuncia con personajes que sufren miseria y explotación, sólo los conocía por mi breve paso por la Escuela de Servicio Social, es decir “desde afuera”. Su respuesta era “el permiso” que me daba para escribir mi obra (1962)  que ocurre en un Basural, Los Papeleros. 

Y respondiendo a la pregunta: Población Esperanza no fue aceptada por el teatro de la Chile. Coinci­dió que mi amigo Gabriel Mar­tínez dirigía entonces teatro en la Univer­sidad de Concep­ción, y cono­ciendo mi estrecha amistad con Pedro, me escribió rogándome que lo conven­ciera para aceptar una invitación a dirigir la obra que él escogiera. Pedro no toleraba que le leyeran obras, ni le gustaba tener que leerlas él. Me dijo, “busca una adecuada entre las de Acevedo Hernán­dez”. Las releí todas, pero como antes dije, tenían fallas y su autor no toleraba los cambios. Propuse a Manuel Rojas al teatro de Con­cepción, que estaba en su época de gloria. Aunque no le agrada ser estrenado en provincia, aceptó. Le tendí a Pedro una trampa: era el cumpleaños de su ahijado, mi pequeño hijo, fue el pretexto para invitarlo a cenar sin decirle que iría Manuel a quién Pedro no conocía personalmente. Después del café, Ma­nuel, sin saber que Pedro no admitía la lectu­ra de obras, le dice, en un tono que no admitía répli­ca: “Isidora y yo hemos escrito una obra y se la voy a leer”. Pedro me lanzó una mirada asesina y se acomodó, resignado, en un sillón. Cuando Manuel terminó, me dijo: “dame la obra y escribe a Concepción, que acepto la pro­puesta”. No hubo ni siquiera un comenta­rio. Era el estilo de Pedro.

Y este fue el regreso al teatro, en gloria y majestad del gran maestro de la Barra que se olvidó de la crianza de cerdos. La obra se estrenó con todo el aparato que existía en tiempos del Rector Stishkin, en enero del año 1959. Contábamos con un excelente elenco: Luis Alarcón, Jaime Va­dell, Tenny­son Ferra­da, Delfina Guzmán, Andrés Rojas Murphy en el mendigo Filome­no, y una gran actriz cómica, Yeya Mora, en el rol de Empe­ratriz, entre otros. Fue todo un suceso, el que no hubiera tenido de no dirigirla Pedro, cuya especialidad eran las obras chilenas y los personajes populares. Pedro consiguió aumentar el público de ese teatro al llevarla en gira por los pueblos de los alrededores junto con un dúo de cantantes popula­res, “Los Perlas”, para interesar a un público que jamás había visto teatro. La trajo a Santiago y luego en giras a Montevi­deo y a Buenos Aires, donde estuvo en temporada, con una increíble buena acogida. Esta vez no estuve en los ensayos, pero fuimos invitados a una sesión, y luego al estreno[5].




Población Esperanza, de Isidora Aguirre y Manuel Rojas.
Dirección: Pedro de la Barra, 1959..


Cuando vino la dictadura en el 73, Pedro dirigía el Teatro Universitario de Antofagasta donde era el maestro venerado. Como las cosas se volvían difíciles para los creadores de izquier­da, aceptó una invitación a dirigir en Venezue­la. Tenía debilidad por uno de sus tres hijos, Alejan­dro, ideólogo del movimiento de izquierda revolucionario, MIR, un joven idealis­ta de una natu­raleza excepcio­nal. Al despedir­nos cuando partió a Vene­zuela, me confesó que temblaba por lo que podía ocurrirle a ese hijo, en­tonces en clandesti­nidad. Al bajar del barco en una escala en Panamá, fue terrible su impacto al leer en un diario de un quiosco: “Muerto a balazos el mirista Alejan­dro de la Barra”. Fue una delación, cuando él y su pareja fueron a visitar al niño que tenían en un parvula­rio. Les dispa­raron por la espalda al bajar de una citrone­ta, ni siquiera iban armados. Llevaron a Pedro al barco y le dieron un trago fuerte. Al desembar­car en Venezuela, lo aguardaban en fila en el muelle, los Duveau­chelle y otros acto­res chilenos, preocupados por la forma en que le darían la terrible noticia. Sorprendidos lo vieron ba­jar con un clavel rojo en el ojal y les fue dando la mano uno por uno, murmurando: “sé la noticia, sé la noticia...” Dos días después tuvo un infarto. Dicen que nunca se repu­so, y que no se defendió de la muerte cuando enfermó de cáncer, allá en Venezuela, pocos años más tarde.



 
II


J.Hanson: Otro gran éxito de su dramaturgia es sin duda La Pérgola de las Flores, la cual, desde su estreno hasta nuestros días, forma parte de la cultura teatral chilena. ¿Cómo se gestó ese proyecto?

I. Aguirre: Ese año 1959, en Febrero, cuando se estrenó Población Esperanza, no nos iba bien en lo económico, y me dejé tentar por Eugenio Dittborn, director del teatro de la Universidad Católica, que envió al compositor de canciones populares, Francisco Flores del Campo, a convencerme de que la escribiera[6]. Para que aceptara me mandó decir que la montaría el elenco del teatro de Ensayo, entonces con excelentes actores, y que la dirigiría Eugenio Guzmán, en circunstancias que Eugenio y yo pertenecíamos al teatro de la Universidad de Chile. Creo que fue por mi aptitud para la comedia. Dittborn se había propuesto poner todo el acento ese año en el teatro nacional. Habían estrenado una comedia musical muy sencilla con texto de Tito Heiremans y música de Carmen Barros (Esta señorita Trini), la que tuvo muy buena acogida. Pancho me decía que ganaríamos 2 millones (lo que había recaudado esa comedia). Mi necesidad de dinero... tenía ya dos hijas de mi anterior matrimonio, uno de mi marido P. Sinclaire, y esperaba mi hija menor. Lo insólito es que nunca me ha movido el ganar dinero, pero esa vez me pareció que lo necesitábamos con tanta urgencia que acepté, a pesar de no interesarme el tema y desconocer el género. ¡Casi enseguida me arrepentí! Pero ya tenía todo el elenco del teatro de la Católica detrás de mí y a su directiva entusiasmada con la idea de producirla.

Dicen que las aves tienen una glándula que las lleva a hacer el nido, la tenía yo para hacer el ajuar de la criatura por nacer, y  muy pocos deseos de escribir. Todo ese año 59 escribí “a contrapelo” sólo porque es innato en mí cumplir con los compromisos. Dittborn fue astuto porque el saber que me apoyaría en Eugenio, que conocía el género, me permitió salir adelante: iba una vez por semana a mostrarle lo escrito y él me guiaba con su instinto y sugerencias, y avanzaba gracias a mis conocimientos de técnica del drama (ya daba clases de esa materia en la Escuela de Teatro de la Chile). Es la única obra que escribí sin la “inspiración”, apoyada en mis conocimientos teóricos.

La Pérgola, que estaba frente a la Iglesia de San Francisco, en la Alameda, fue demolida en el año 1945 y trasladada a donde está ahora, a orillas del río Mapocho. No podía terminar mal, me decía Eugenio, de modo que situé la acción 15 años antes para terminar cuando obtienen una prórroga. El tema: la lucha de las floristas por conservar su lugar de trabajo, no sólo por la buena situación en que estaba. También porque las floristas eran muy populares y queridas por su clientela, si eran amenazadas de traslado, salían en su defensa personalidades y hasta algunos gremios. Investigué en los archivos de la Municipalidad sobre su lucha, leí todas las revistas del año 29 para conocer los modismos y gustos de esos años, una época muy especial. Dittborn me decía “supiste recoger como con una espumadera esa espumita que se perdió, de ese Santiago de entonces, años entre las dos guerras, cuando la gente parecía ser más alegre y amistosa”. Además el charleston, los peinados, los dichos tenían mucho encanto para ser evocados.

Tuve todo el elenco acosándome literalmente con sus roles “que yo canto, yo bailo, yo no canto ¿qué me vas a escribir a mí?…” Algunos actores me inspiraron sus personajes, como es el caso de Elena Moreno, gran actriz, que parecía ser de verdad una florista ya mayor con su “moño de cuete”. Laura Larraín, que personificaría Silvia Piñeiro, calzaba con la personalidad de una tía (la que siempre estaba en primera fila en las reposiciones de la obra). Como en esa época las cosas no parecían muy serias en la política, le atribuí al Alcalde una personalidad bonachona con “su buen sí”, aunque luego no cumpliera sus promesas. Rubén Unda, el Regidor Gutiérrez, tenía cierto aire de pavo con su nariz grande y enrojecida, (hago decir a  Laura Larraín en la Kermesse “no sé por qué lo vi, Regidor, y me acordé de los pavos...”). Fernando Colinas, era muy parecido a Búster Keaton, tenía el rol del urbanista Valenzuela. Guzmán me dijo que en una fiesta de disfraces llegó de angelito y fue espectacular la risa que provocó, y me instó a hacerlo aparecer con ese disfraz: lo hice equivocarse y llegar disfrazado a la Kermesse provocando gran hilaridad: “la fiesta de disfraces, -le dice su madre, Laura-, es el próximo domingo, ¡que niño tan fatal!…”). Recordaba los dichos de las flapper de los años del charleston,  porque de niña iba a las fiestas de una tía. Para documentarme sobre las floristas, no sólo iba a la Pérgola, también a la Vega a espiar a las vendedoras: estaba escuchando lo que hablaban dos viejitas que vendían perejil, ajo, cebollas, y que charlaban de un puesto a otro tomando mate junto al brasero, instaladas en su pobrísimos puestos como verdaderas reinas: una me preguntó, cariñosa “¿qué va comprar señorita linda?” Dije que estaba esperando a una amiga. “Que me fuera entonces porque perjudicaba las ventas”, y  terminaron echándome, diálogo que transcribí textual para Elena Moreno y el Regidor, porque mostraba ese sentirse reinas en sus dominios.

Y así, con gran esfuerzo, “y en frío” fue naciendo la obra. También nació mi bebé y no olvidaré la molestia que me causaba que me pusieran la niña al pecho, me la quitaran y me pusieran la máquina de escribir, por lo mucho que disfruto con los bebés. Recuerdo a Pancho Flores en la clínica al día siguiente del parto, cantándome una nueva canción que había compuesto para saber si calzaba.




La Pérgola de la Flores de Isidora Aguirre, 1974
En la foto: Emilio Gaete, Yoya Martínez, Maruja Cifuentes,
Anita González  y Mario Montilles.

            La noche anterior a la lectura de la obra ante la directiva del Teatro de Ensayo, Guzmán me dijo: “aunque está larga y le falta pulido, y puede que los decepciones, tengo la intuición de que va a ser un clásico”. La obra tenía 80 páginas y más de 40 personajes (escribo largo para dejar luego lo esencial). Bernardo Trumper, escenógrafo y miembro de la directiva me repetía: “tiene que ser genial o no podemos darla porque es carísima”, de modo que la tarde de la lectura estaba bastante nerviosa. Eugenio leyó la obra a gran velocidad, por el largo, y eso con la cantidad de personajes ¡me sonó fatal!… Se produjo un silencio cuando terminó. Hubo algunos comentarios críticos. Volví a mi casa llorando a mares, tuve que hacer el camino a pié, me daba vergüenza subir así a un taxi. Esa noche no dormí haciendo cambios de acuerdo a las críticas. Por la mañana, citada al teatro, los de la directiva y especialmente Dittborn, me pidieron disculpas: que estaban tan nerviosos que se olvidaron de felicitarme. Pero cuando empezaron los ensayos, todo cambió: dejé de ver la obra fríamente. La presidenta de las floristas estaba a cargo de Anita González: conocía yo su personaje cómico de una  empleada doméstica, pero ignoraba la gran actriz que era. Le agregué una escena en la Peluquería, y un pequeño discurso dramático (se queja al Alcalde creyendo que no han obtenido la prórroga), contando como fueron levantando esa Pérgola con tanto esfuerzo, agregados que enriquecieron la comedia. Anita, con su magnífica actuación y su gracia en los personajes populares y Silvia Piñeiro, excelente comediante, como su antagonista, llevan adelante la obra con el conflicto central. Escribir sabiendo quién va tomar los personajes, resultó ser una ventaja.


J.Hanson: Posteriormente a su estreno en 1960, bajo la dirección de Eugenio Guzmán, La Pérgola de las Flores ha conocido otras versiones, una de las cuales (la de 1996) ha estado bajo la dirección de otro gran maestro del teatro chileno, Andrés Pérez. ¿Qué opinión le merece ésta y otras versiones que ha conocido una de sus obras más emblemáticas?

            I. Aguirre:  Curiosamente hay en La Pérgola de las flores una base de crítica social de la que ni yo misma estaba consciente: las componendas entre la clase adinerada y los políticos pasando a llevar a la clase trabajadora. En la puesta en la Estación Mapocho, en los años 90, su director, Andrés Pérez, mi gran amigo, me pidió autorización para poner en evidencia el mensaje social, y en los comentarios de la crítica, fue destacado ese “contenido” por primera vez en Chile. En México y Cuba lo tuvieron siempre presente[7]. Hugo Miller me decía: “es tu obra más revolucionaria porque aplauden sin darse cuenta que están siendo criticados debido a la gran simpatía de los personajes...”

Cuando se estrenó, en marzo de 1960, se dio una función previa dedicada a las floristas y su familia. Al salir  declararon a los periodistas que no era fantasía, que “eran ellas las que estaban sobre el escenario”. Una de mis mayores satisfacciones, más que los aplausos, felicitaciones o buenas críticas, es el tener como público a mis personajes, y el que se reconozcan en ellos. Cuando en el escenario decían “Viva la Pérgola” y otros parlamentos alusivos, ellas se ponían de pié y coreaban los “vivas”.  También le debo a la Pérgola “mi inmunidad” durante la dictadura, a pesar de los muchos trabajos clandestinos que realizaba, más el haberme afiliado poco antes del golpe al Partido Comunista[8]. La comedia se llevó en gira a muchos países y en Madrid un comentarista escribió que desde América les renovaban “el género chico”. En verdad no tiene el estilo norteamericano ni de la zarzuela, debido supongo a mi desconocimiento de ambos géneros. A veces la ignorancia favorece. (Dice Brecht: “El camino del Arte es descubrir siempre nuevas maneras”.) Fue la obra que más me costó escribir, que más me hizo rabiar... y es mucho más popular que su autora, no saben mi nombre pero aman La Pérgola como si se hubiera escrito sola, lo que me hace pensar que llegué al anonimato. Pero repito, sin la asesoría de mi querido Eugenio Guzmán, que me hizo la cruel broma de morirse, La Pérgola no hubiera existido.



La Pérgola de las flores, de Isidora Aguirre
Dirección Andrés Pérez, 1996

J.Hanson: Siempre resulta sumamente complicado escribir o dirigir una obra después de un éxito tan grande como el que acaba de describir, por ello, ¿qué siguió a La Pérgola de las Flores?

            I. Aguirre:  Los Papeleros. Junto a un sacerdote Jesuita, Alejandro del Corro[9],  -que había conocido cuando trabajaba para el Hogar de Cristo-, un verdadero líder popular, iba a menudo a la población “La Feria de la Victoria”, para escribir sobre las frecuentes tomas de terreno, denunciando la escasez de viviendas que sufría la clase obrera. Del Corro me sugirió que introdujera unos personajes que recogen basura en las calles escarbando en los tachos, los “papele­ros”. Empecé la investigación con Ruth González que estudiaba Servicio Social. Del Corro tenía una moto con asiento lateral, en la que me llevaba cuando iba a esa población donde era muy querido, por lo que era yo bien recibida. Según él, si había un incendio, una toma o un desastre, los primeros en llegar eran los comunistas y los jesuitas.

Descubrí la manera de obtener información: “tirar el hilo por la punta”, esto es, saludar al que escarba en un tacho y decirle: “somos visitado­ras y nos preocupa lo explotado en que están ustedes”, y enseguida la pregunta de lo que para ellos es prioritario: “¿cuánto le pagan por el kilo de papel?”  Respondían: “Esos pulpos de las Papeleras (lugares donde ellos entregan el papel en los barrios) pagan una miseria...” y sin más preguntas contaban su vida, el por qué “se cae en los papeles” etc.. No llevábamos, para no inhibirlos, grabadora, a lo sumo fingía yo anotar el precio del kilo de papel y anotaba sus dichos “somos la última carta del naipe, este oficio se pega...” Por sus datos fuimos a dar a un Basural, y ahí comprendí que correspondía escribir contra la explotación, y lo hice aplicando las técnicas de Brecht, las canciones y otros recursos: usamos, decía Eugenio, más “el acercamiento” que el método del distanciamiento brechtiano. Lo aprendimos en revistas de barrio, donde los actores se dirigen al público, y pasan entre las filas con sus comentarios. Íbamos a un cerro “pelado” (Guanaco Alto), donde se ve a los hombres separando la basura para luego ser pesados, con el saco, a fin de no ensuciarse ellos las manos. Esos hombres torso desnudo escarbando con rastrillos entre los humos que brotan por la combustión espontánea de la basura, se me antojaban esclavos egipcios construyendo las pirámides. Para llegar al Basural, ahí donde se terminaba la locomoción, nos llevaban los camiones de la Municipali­dad que iban a tirar la basura. Conversábamos con los papeleros cuando estaban en sus ranchos, diciendo que éramos visitadoras sociales, y brindando la ayuda que se podía. Al volver a casa, nos sacábamos la ropa y zapatos que quedaban impregnados de mal olor, una ducha y reconstituía­mos de memoria las “entrevistas”. Nos acogían con tanto cariño porque nos ocupábamos de ellos, que temíamos que nos invitaran a almorzar, viendo unos pollos verdosos, recogidos de la basura “desaguarse” en una olla.        

            Encontré gente de gran valor que cae en ese oficio: cesantía al emigrar desde el campo con la llegada de maquinarias, en la mina tuvo silicosis y no cumplieron con la ley del Seguro Social, etc., etc. Me extrañó no hallar resentimiento en esos “papeleros” que viven, dicen, “extra muros”, tanto como su agudo sentido del humor, un humor negro, lo que hace fácil el trato. Tardé en escribir la obra aunque tenía ya 40 entre­vistas (mi amiga hizo su tesis sobre el tema), temiendo que me quedara “con olor a basura” y muy dramática, poco atractiva. El “distanciamiento” lo necesitaba yo... Hasta vimos nacer criaturas en medio de la basura, y niños pequeños, trasero al aire, deambulando en total desamparo entre los desperdicios. Era gente muy maleada, incapaz de unirse o dar la pelea para salir de su condición. El dueño del terreno del basural se enriquecía vendiendo la basura clasificada y no cumplía una promesa de entregarles un terreno que verdeaba abajo, para que hicieran auto construc­ción. El tema sería la lucha para conseguir terrenos en conflicto con su pasividad.

Para mostrar esa pasividad necesitaba un líder, pero no me sirvió un papelero como intenté al comienzo. Introduje una mujer papelera. Las hay y se emborrachan y pelean como los hombres, pero por lo general tienen sus hijos con los abuelos para que no conozcan su oficio y les envían dinero para que los eduquen. De ahí nació el personaje central, la Romilia: al llegar su hijo al basural, se entera que anda robando en las calles, lo que en la moral del papelero es rechazado, su trabajado es bajo, pero honrado. Lo del hijo fue entonces la motivación que necesitaba.

Al “dar voz a los papeleros”, muestro su lado positivo, y las razones porque llegan a ese oficio. Hay una canción al estilo Brecht en que se dicen las razones por las que beben los papeleros y otras que con ironía denuncian la injusticia y explotación. El dueño les pagaba una miseria comparado con lo que él ganaba vendiendo la basura clasificada para su reciclaje. Se defendía de las leyes de sanidad tanto como de las municipales que violaba, pagando coimas. Según el Alcalde de Santiago -a quién le fui a pedir ayuda-, ese señor tenía más poder que él.

La Romilia convoca a un mitin para convencerlos que vayan a presentar reclamo al dueño. Van de mala gana. Como alguien que no fuera de los marginados me rompía la unidad, encontré un recurso: el mayordomo se presenta con un altoparlante que deja en tierra y habla por un micrófono, ellos hacen sus reclamos y el dueño, que toma desayuno en su casa, les responde que no les da casas porque las venderían para beber, y a cada cual le va recordando cómo lo recogió, lo bueno que es con ellos, etc. Mientras los temerosos papeleros miran el parlante en el suelo, como, según Guzmán, “si fuera Dios, un Dios en el suelo”. En una canción brechtiana, el mayordomo -un matón aliado del dueño-, baila con el parlante en sus brazos, cantando estrofas que dicen “las razones del dueño”, para no dar beneficios y enumerando sus buenas acciones: bautizar a los niños y enterrar a los que mueren. Al ver Romilia que el dueño, en un 18 de Septiembre, Fiestas Patrias, se compra a los rebeldes enviándoles un cordero asado y garrafas de vino, furiosa incendia el basural. La declaran loca y la encierran, pero alcanza a decir un discurso que su hijo escucha, lo que para ella es su esperanza.

En suma, el tema y el contenido de esta obra es el mismo de Población Esperanza “el mal de los miserables es la miseria”, palabras de Manuel Rojas, “y no pueden salir por su propio esfuerzo del hoyo en que han caído” mi conclusión. Pero en Los Papeleros, al final hay una canción con acompañamiento de guitarra (de Gustavo Becerra) en que se dice hacia el auditorio:

“Aquí la acción se detiene,
no busquéis la moraleja,
que en cuentos de miserables,
la desagracia es ley pareja”.

Para terminar:

“El teatro cuenta los hechos
tan absurdos como son:
a vosotros corresponde
dar la solución!”.

La obra que montamos en una carpa con elenco del Sindicato de Actores fue boicoteada. No fueron los críticos, sólo el diario de los comunistas, “El Siglo”, incluía propaganda no pagada. Dijeron que hacía mal en llevar la miseria al escenario. Pero una mujer papelera subió al escenario a proclamar que era la primera vez que se hablaba de ellos y se decía “la pura verdad”. Pidió que hiciéramos unos volantes anunciando la obra para que su marido los repartiera en el Estadio. La obra estuvo poco en cartelera, pero la vio un director argentino de Fray Mocho y la montó ese mismo año en Buenos Aires con éxito[10]. Eugenio decía: “es que allá hablan de la miseria chilena, no de la de ellos”. La montó el grupo CLETA en México y la llevaron en gira por el Caribe. Tiene dos publicacio­nes, una en México, otra en Chile.

J.Hanson: ¿Cómo definiría en este momento su propia escritura, la dramaturgia?

I. Aguirre: En verdad “me he paseado” por todos los géneros, incluyendo el teatro popular y he tomado algo de muchos autores, Chejov, luego Arthur Miller, Brecht, Grotowsky y, sobre todo, Shakespeare, nuestro padre, con su teatro popular, es decir, entretiene a un público popular aunque no aprecien sus cualidades ni gocen de su genio como el  culto. Esa mezcla y “estar siempre descubriendo nuevas maneras” (al tropezar con  dificultades) es, quizá, lo que define el estilo.


J.Hanson: Por todo lo que explica, el teatro de Brecht ha influido profundamente su escritura dramática, sobre todo en sus primeras obras. ¿De la mano de quién conoció el teatro de Bertolt  Brecht?

I. Aguirre: En una de sus clases de Teatro Chileno, Pedro de la Barra nos anunció: “acaba de morir un gran dramaturgo, quizá nunca oyeron hablar de él, Bertold Brecht...” Luego me miró y con una sonrisa, declaró: “quizá tampoco saben que entre ustedes hay un Brecht...” Quedé sorprendida por esa alusión, tal vez lo dijo porque era la única de entre sus alumnos que escribía teatro, o por mi interés en un teatro de denuncia. No lo sé, pero despertó en mí gran curiosidad lo que me hizo buscar textos de Brecht. Me atrajeron sus obras y teorías y de algún modo me convertí en una especialista en Brecht[11]

J.Hanson: A su juicio, ¿cuál es su trabajo de escritura más significativo?

I. Aguirre: Al final de la década de los sesenta se estrenó mi obra quizá la más importante, Los que van quedando en el Camino[12], que está publicada en Alemania y ha sido muy difundida en Europa, sobre una rebelión y masacre campesina en la región de la precordillera y el pueblo de Lonquimay.

La obra fue aceptada en el Teatro de la U. de Chile para ser dada en  su sala Antonio Varas en 1969. Jaime Silva, que formaba parte ese año de la Comisión de Lectura, la presentó. Como el año 68 con la Reforma Universitaria se había ampliado el voto a los alumnos y tramoyistas, fue aprobada, aunque  por un escaso voto. La dirigió Eugenio Guzmán y tiene música incidental de Luis Advis. Es una crónica, que relata el alzamiento y la represión de campesinos en un lugar del sur, precordillera, en la década de los 30. Viajé con Chacón a Nogales para conversar con un antiguo miembro del sindicato campesino ilegal creado por Juan Leiva, el sindicato dio origen al conflicto ya que se propuso recuperar para los campesinos tierras que estaban usurpadas por los latifundistas de la zona.



Los que van quedando en el camino de Isidora Aguirre
Dirección de Eugenio Guzmán, 1969


Mi amigo Chacón fue trayendo a la sede del Partido Comunista a los hermanos Sagredo, los que habían liderado junto con Leiva, el alzamiento. Con Emelina Sagredo no hubo problema, vino a mi casa y me contó todo en detalle mientras yo tecleaba en la máquina de escribir, pero sus hermanos eran parcos de palabras: mi recurso fue invitarlos a tomar cerveza. Con la tercera cerveza en el cuerpo me contaron toda la verdad, de cómo empezó y por qué razón, el alzamiento. El dar muerte a un policía rural que los atacó en un mitin, era un delito tan grave que  no quedaba otra que amotinarse.

Fui dos veces hasta Lonquimay y Ranquil, en “citroneta”, a pie y a caballo, entre los año 64 y 66. Tenía toda la historia, pero no me decidía a empezar la obra, por unos problemas sentimentales que no me dejaban la tranquilidad para la creación. Y sentía que los que habían muerto en el Bíobío -el río donde lanzaban los cuerpos-, me estaban urgiendo para que contara su historia, lo que me inspiró la primera escena: Lorenza ya mayor, es acosada por sus hermanos muertos, que le reclaman por el olvido en que los tiene y la urgen que cuente lo sucedido,  mientras oye una marcha campesina de ese año 69, que van a pié a la capital a reclamar sus derechos, marcha que le recuerda el alzamiento.

            Tomé mucho de Brecht, más que nada en las escenas del Sindicato, y con mucha libertad, saliendo del realismo (hago hablar a los muertos) y del argumento lineal, ya que la obra ocurre tanto en un tiempo actual como en el pasado. En las escenas del Sindicato se emplean letreros con frases irónicas: batalla “CONTRA EL MIEDO DE LOS CAMPESINOS”, otra: “CONTRA LA BONDAD DE LOS PATRONES”, pero no usé el recurso de las canciones,  y me apoyé mucho en la emoción.

Fui hasta esa región del sur porque para escribir necesitaba saber cómo eran esas tierras, su gente, de qué era de lo que más se hablaba (se hablaba mucho del frío y le ponían nombres: “pica fuerte el mosquito, corta como cuchilla el cabrón”, etc.). Su lenguaje era castizo, no contaminado por los dichos comunes gracias al aislamiento, dicción cuidada, pintoresco por las metáforas y sus palabras. Al preguntarle a Domingo Lagos (hijo del líder del levantamiento, que fue asesinado junto a Leiva), si tenían una cooperativa, me dice: “nosotros los campesinos no vamos a entender las cosas de un pronto a un pronto, nos dicen algo y a la semana venimos a entenderlo”. Hablando de las escopetas “lástima que esa plantita no crece por aquí”. Muchas de sus frases pasaron a la obra.

Emelina Sagredo (personaje central como “Lorenza”) trabajaba  haciendo aseo en un hospital, y entusiasmada por la idea de que llevaría al teatro esa historia en defensa de los campesinos, que eran entonces mirados muy en menos, no sólo me informó, fue conmigo a los ensayos en el Teatro Antonio Varas: ante la sorpresa de los actores, subió al escenario para explicarles en vivo cómo eran las sesiones del sindicato. Vio la obra el día del estreno, tomada de mi mano, feliz en la primera parte “Los días buenos”, repitiendo “esa soy yo, tal cual...” y con lágrimas en la segunda parte, cuando ocurre lo dramático. La presenté cuando subió conmigo al escenario y habló al público.


Los que van quedando en el camino, Isidora Aguirre
Dirección de Eugenio Guzmán

Sobre el proceso de creación, algunos de los sobrevivientes me decían: “cuando llegamos a Temuco y oímos el grito de los obreros ¡Viva los campesinos que pelearon en Ranquil!... después de la terrible caminata, prisioneros, insultados, los pies sangrando al caminar descalzos por la nieve, ¡hasta los más duros lloraron!” Me lo contaban con lágrimas, y me hacían llorar. Quise causar en el teatro esa misma emoción en el público. Preparé ese instante del grito con una escena muy dramática antes del final. La madre de los Sagredo que por estar paralítica quedó en su casa cuando ellos huyeron, estaba vigilada, esperando apresar al que se acercara, “darle un pan se pagaba con la vida”. Murió en el abandono y para que no se la comieran los cerdos, los policías la colgaron de una viga de las trenzas, es lo que relata Dominga, hermana de Lorenza, mientras araña la tierra para enterrarla. Luego viene la llegada de los prisioneros a Temuco, mal heridos, insultados, y oyen de pronto el grito (de los obreros) “Viva los valientes campesinos...” Se levantan emocionados, como si vieran de pronto una luz de esperanza. Luego surge el coro de los campesinos de la marcha de la actualidad, y Lorenza dice: “Ahora sí, llegarán a la capital, porque los muertos van con ellos…” Luego cantaban todos unas estrofas tomadas de la “Segunda Declaración de la Habana” de Fidel Castro “Ahora sí, la historia tendrá que contar / con los pobres de América… etc.” El público aplaudía de pié con lágrimas y con gritos de “Vivan los campesinos”.

Entre las mil satisfacciones que tuve con esta obra, la mayor fue la que sentí estando en Berlín Oriental, en el Berliner Ensemble, viendo El círculo de tiza caucaciano.  El director, un discípulo de Brecht, me abrazó dándome las gracias, diciendo: “Aquí a Alemania sólo nos llegan los nombres y las cifras de los muertos y las torturas, y al fin he sabido por su obra cómo son los campesinos de su tierra”.

Fui invitada cuando se dio una bella versión en la radio de Stutgart, (1977) musicada por Viglietti, y una versión en Bielefield de una compañía profesional. Según una amiga alemana de teatro, mi obra influenció a los dramaturgos alemanes porque luego de ver mi obra “se atrevieron a escribir sobre sus campesinos”. El primer estreno europeo fue en Linz, Austria, 1974, difundida la obra por su publicación en la Revista “Conjunto” de La Habana. Y tuvo puestas en ambos Berlines; en Praga, Amsterdam y del teatro La Mama de Colombia. Estaba yo en ciudad de México cuando la montó el grupo CLETA para llevarla  a los campos a fin de inducir a los campesinos a hacer su propio teatro. Es decir, creo que esta obra ha cumplido cien por ciento su objetivo[13].



III


J. Hanson:. Hemos revisado la década de los cuarenta, con la formación de los teatros universitarios, la de los cincuenta y los nuevos dramaturgos, los sesenta y la experimentación. Posteriormente, ¿qué pasó con su trabajo durante las décadas del setenta y ochenta?

I. Aguirre: Llegamos a los tiempos de la dictadura del 73 al 88, el del plebiscito en que perdió Pinochet: y vino la transición (¡con el dictador como General en Jefe ya que somos tan democráticos!). Durante esos 16 años me dejaron fuera del Teatro y de la Escuela de la Universidad de Chile, donde había dado cursos por más de 15 años. En 1974, a pedido de Boris Stoichef que dirigía el teatro universitario de Antofagasta, escribí la segunda versión de Las Pascualas, estrenada en 1975, y escribí una comedia musical En aquellos locos años veinte, (versión libre de una obra de A. Mook , y en 1985, fui invitada por ellos a dirigir mi versión de Edipo). En el 88, por encargo, esta vez del grupo ICTUS, escribí Diálo­gos de fin de siglo, que ocurre el día del suicidio del Presi­dente Balmaceda, derrocado por los congresistas conser­vadores en la guerra civil de 1891: destaco la similitud entre el golpe militar de 1829 (los conserva­dores derro­cando un gobierno liberal acusándolo de violar la Consti­tución) quedando en eviden­cia la otra similitud con el golpe del 73. En ese período di clases en varias academias de teatro de la capital y provincia, y en mis viajes tuve talle­res de Técnica dramática en Quito, Bogotá, Cali, México. Estuve en Europa y en la Unión Soviética, en Gotenburgo, un encuentro de escri­to­res. En teatro lo más impor­tante fueron mis dos estrenos: Lautaro, en 1982, y en Concepción Retablo de Yumbel, 1986.

J.Hanson: ¿Qué la motivó a escribir una obra sobre el héroe mapuche Lautaro?

I. Aguirre: En el año 1979 supieron los mapuches que Pinochet iba a dictar una nueva ley indígena que dejaba sin efecto la anterior de Allende, la que los favorecía. Escribíamos enton­ces, con Luis Sepúlveda, para un grupo folklórico del gremio campesino Ranquil (en clandestinidad) un libreto en versos. Uno de los integrantes, Sergio Painemal, dirigente mapuche, me rogó que escribie­ra una obra defen­diéndolos de esa ley, “así como había defendi­do a los campesinos en mi obra sobre Ranquil”. Poco sabía sobre el pueblo mapuche, así es que me envió él a la ruca de sus padres, cerca de Temuco. Me informé con los abogados sobre lo que tenían que hacer para defenderse de la ley[14], a fin de colaborar con ellos dando información, lo que me fue útil, ya que no suelen reci­bir bien a los huincas (no mapuches). Saber, además, que escribiría una obra para que fueran apreciados en sus valores los hizo tratarme con mucho afecto, hasta una Machi  accedió a cantar para mí una rogativa, un Gnillatún. Los mapuches cuando quieren a una persona, la quieren de verdad. Mayor fue su agrade­ci­miento luego de ver Lautaro. (Osvaldo Dragún me dijo, al ver Población Esperanza: “Ahora que empezaste a escribir sobre el pueblo, no dejarás de hacer­lo, por el agradecimiento que ellos te demuestran”). Y así como en Los que van quedando en el camino, mostraba los valores de los campesinos muy desacre­ditados en esos años, era la ocasión de defender a los mapuches de la fuerte discriminación. Así es que, en lugar de situar la obra en el presente, preferí contar la epopeya centrada en su joven héroe Lautaro, que logró vencer a los españoles (a mediados del siglo 16), con sus tácticas y con lo que aprendió siendo caballerizo del conquistador Pedro de Valdivia. Era la manera de hacer que los admiraran, o al menos, respetaran. Hay escasos datos sobre Lautaro en libros de historia, pero descubrí en la ruca de los Painemal que aún está vigente la tradición oral (no tenían escritura) y de ellos recogí impor­tante información. Por las noches, junto a la fogata, escuchaba sus histo­rias.

La obra fue montada en 1982 por una compañía de teatro indepen­diente y la dirigió Abel Carrizo. Lautaro fue encarna­do con excelencia por Andrés Pérez y el grupo musical Los Jaivas nos permitió usar sus canciones, además los actores tocaban instrumentos mapuches para las coreografías. Nos prestaron un auténtico cuerno de guerra, al que Andrés Pérez tardó en sacarle su impactante sonido... Y para hablar de la obra, me remito a los comenta­rios de la prensa, de Italo Passalacqua: “Cuando una obra logra entretener durante 3 horas, pro­vocando carcajadas y emocionando hasta las lágrimas, deleitando los sentidos y haciendo pensar pro­fundamente, es que estamos frente a algo de gran cali­dad”. Y del profesor Grinor Rojo (Columbia Univ.) en su libro “Muerte y resurrección del teatro chileno”, unos párrafos:


“No sólo es un teatro épico a lo Brecht como otras obras suyas, sino que dentro de sus posibilida­des de la épica, es una genuina epopeya. Desco­rre ante los ojos del espectador los velos de un mundo que fue y con­cluyó, menos histórico que mítico, con figuras y acciones de dimensión sobre­humana en un lenguaje elevado de noble poesía. Lautaro no es una estatua de már­mol, o un ídolo pop: su objetivo es hacer que el público recorra el camino que conduce hasta el nacimiento de la nación chile­na, hasta el refugio de nuestros sueños colec­tivos, de lo que quizá “no fuimos”, pero lo que anhelamos se­cretamen­te. Reivin­dica la figura del conquistador, Pedro de Valdi­via y Lautaro resulta de veras convincente. La obra ponía al público chileno ante la emergencia de su ser nacional menoscabado por la dictadura (y confieso que ver la obra a 4 cuadras de la “madriguera del lobo”[15] hizo que me corriera un escalofrío por la espalda)”


Al morir Lautaro (cuando intenta avanzar con sus ya muy reducidas huestes hacia la capital) se congela la acción y él se levanta y se despide de su tierra y de su pueblo, con versos que recuerdan las últimas palabras de Allende en la Moneda. Termina pidiendo que no olviden su lucha. 

Hice una adaptación para un grupo mapuche de Santiago, para darla con un sentido político. La dan en las poblaciones llamando a la unidad y para luchar por sus derechos, ya que su lucha para recuperar sus tierras aún no termina. Al ver ese Lautaro montada por  dirigentes mapuches -que nunca tuvieron entrenamiento como actores- con su estilo, música y danzas, sentí que la obra les pertenecía. Y esa “apropiación” hizo que la obra cumpliera entera­mente el objetivo para el que fue escrita. El agradecimiento de los mapuches de Santiago y del Sur, fue como siempre mi mayor premio.

J.Hanson: La transposición llevada a cabo en “Lautaro” al escoger un tema del pasado para analizar el presente, al parecer es un recurso recurrente en su dramaturgia, como por ejemplo en Retablo de Yumbel

I. Aguirre: Retablo de Yumbel fue un encargo del teatro El Rostro, de Concepción, apoyado por una subvención del extranjero para escribir sobre los “detenidos desapa­recidos” de esa zona. Al ir allá a documentarme leí sobre torturas y asesinatos, y no me pareció posible aceptar el encargo: al relatar la verdad de lo ocurrido[16] tomarían presos a los actores. Luego, estando en Anto­fagasta diri­giendo Edipo supe del ase­sinato de los 3 profeso­res comunis­tas, Parada, Guerrero y Natino. El primero era mi amigo, sus padres mis colegas de teatro, decidí escri­bir la obra y dedicarla a ellos. Volví a Concep­ción, a reanudar la investigación en Yumbel. Hay en ese pequeño pueblo una iglesia rústica cuyo patrono es San Sebastián, un santo tan milagroso que para su aniver­sario, el 20 de Enero, llegaban 20 mil peregrinos a pagar sus mandas (este 20 de Enero, anunciaron 350 mil) Dicen que los campe­sinos “cosechan a medias con él”. Pensé que San Sebastián no me discrimi­naría por ser comu­nis­ta y le hice una manda: darle lo que me faltaba por cobrar de mi viático para investigar si me escribía la obra y sacaba a Pinochet para que pudieran darla. Al alzar la vista, vi los frescos en los muros con la historia de San Sebastián en imágenes ingenuas, y su vida contada, al pié de las figuras, en “décimas” (versos populares). Me in­dicaba que lo incluyera en la obra y usara esos tradicionales versos. Fue la solución, no tuve ya problemas, por eso digo que esa obra me la escribió San Sebastián.

Retablo de Yumbel obtuvo el “Premio Casa de las Amé­ri­cas 87”, y al publicar el libro (dedicado a los profeso­res asesinados), declaran los del jurado en la solapa:


“Al trazar una parábola entre la persecución de los cristianos en la Roma del siglo III y lo acaecido en Chile a raíz del golpe militar del 1973, la autora elabora en Retablo de Yumbel una trama de objeti­va contempora­nei­dad. Por la so­lidez formal, el aliento poético y ceremo­nias populares como medio de expresión, la obra es un aporte a la búsque­da del lenguaje teatral latinoamericano que refleja la riqueza imaginativa de nuestros pueblos y sus problemas actuales”.


Al estrenarse en Concepción ese año 1986, recibí una vez más el cariño emocionado de “mis personajes”, los parien­tes de los 19 asesinados, a quienes había visitado durante la investigación. Me daban las gracias con lágri­mas, porque al final de la obra, cuando llegan los pere­grinos, ya que la obra ocurre en la plaza de Yumbel un 20 de Enero, “las madres” van nombrando cada uno de los 19 mártires, encomendándolos a San Sebastián. Entre los episodios del Retablo, las madres van contando lo suyo, así como los actores que representan la vida del Santo, en la que se dan algunas similitudes con lo ocurrido a los 19 prisioneros, también las hay en la historia de la estatua de madera que lo representa, que fue enterrada y desenterrada dos veces.

Entre los pequeños milagros (del Santo, supon­go) ocurrió que mientras escri­bía la obra, escuché y grabé a María Maluenda, la madre de J. M. Parada, recitan­do un poema que José Manuel compuso cuando apresa­ron a su suegro (Fernando Ortiz) en el que habla un prisionero con su madre. Convertí parte del poema en un monólogo de una de las madres, y es el clima emocional de la obra: “Hijo dónde te llevaron, qué hicieron contigo? (Pausa) Está oscuro, madre, abro y cierro los ojos y está oscuro (...)” para terminar: “Madre, siento deseos de morir a cada instante, mi victoria no es otra que la del silen­cio (...) Pero no dejes, mujer, que nos maten el alma antes de tiempo!”.

Para la escena de una tortu­ra, incluyo la de un mártir del siglo III -tomada del Libro de los mártires-, cuyo interrogatorio resulta muy similar al de los presos comunistas, truco para evadir una posible censura, dejando muy en claro que estamos viendo las torturas del presente, se alude a esas varias similitudes en el coro final: “Antes en Roma y después / el que baila y el cantor / dice alegre y con fervor /  Entre la tierra y el cielo / es la injus­ticia un flagelo / y es su remedio el amor”. Aludiendo al tema central de la obra, que es el amor.

A fines de ese año 86 la llevaron en gira, invitados a un festival en Managua. En el 87 me invitaron a dirigirla en Montreal. Más tarde se dio en Estocolmo en versión muy moderna, y en el 2000 fui invitada a verla en Califor­nia por un excelente grupo de teatro de la Hayward Univer­sity[17] pero aquí en mi país no se ha vuelto a dar, por aquello de que “nadie es profeta en su tierra...”


J.Hanson: Isidora, ya para terminar, después de este magnífico paseo por una parte importante de la historia del teatro chileno, quisiera que nos hablara de su presente y sus planes futuros, a sus 82 años de edad.

I. Aguirre: El año antepasado se estrenó mi obra histórica Manuel Rodríguez que ahora espera sala para volver a la cartele­ra. Fue auspiciada por la funda­ción del Museo (en el pueblo de Santa Cruz), de Carlos Cardoen, más conocido como “fabri­cante de balas”, que auspicia lo cultura­l -es decir no tiene que ver con teatro, esto porque ya no están en este mundo quiénes promovían mis obras, Guzmán, de la Barra, Hugo Miller-. La Fundación del Museo, junto con los hacenda­dos de Colcha­gua, nos dieron 10 millones de pesos, pero la obra tenía un presu­puesto de 20. Pedimos los que faltaban a FONDART, institución que financia obras en concursos anuales, y no nos los dieron. Como siempre los problemas terminan por sugerir recursos que enriquecen la obra: durante los ensayos la rehice, junto con la directo­ra, Ana María Vallejo, para reducir los actores requeridos de 20 a 10. Esos excelen­tes actores (del Teatro Círculo que ella dirige) mediante cortes y ajustes, pudieron inter­pretar 5 roles cada uno (aparte de Rodrí­guez), cambiando elemen­tos de vestuario y estilo ante el público, lo que le dio a la obra originalidad, dinamismo y mayor atractivo. La música, de Manuel López, es bellísima. Se sabe de la muerte de Rodríguez cuando lo manda apresar O'Higgins porque se ha escenificado al inicio, como si fuera un sueño o un presentimiento suyo. Al final de la obra, luego de decir su discurso ante O'Higgins, con ocasión de un Cabildo, entrando “a caballo” al Palacio de Gobierno y seguido del populacho, se oye una voz que ordena su prisión. Manuel baja lentamente de una tarima y se une a los que atrás empiezan a cantar en coro la canción que cuenta su vida, sustituyéndose su personaje por la verdadera estampa del guerrillero que se ilumina en una diapositiva: el impacto de esa acción junto con la belleza del coro, provoca una emoción tan fuerte que el público aplaude de pié y con lágrimas. Era como devolverles parte de nuestro patrimo­nio, de nues­tras raíces, como lo señalaron los críticos al referirse a Lautaro.  ¿Hay un mejor premio para un autor?

Uso pues, muchos recur­sos, no por inno­var o buscar origi­na­lidad, sino para so­lucionar problemas y creo que se puede llamar a ese estilo “expresionista”,  libertad en recursos imaginati­vos, la fantasía y mezcla de estilos en una misma obra, cuidando la síntesis y sin que pierda claridad su contenido, tanto en las obras de denun­cia como en las que rescatan nuestra historia (en este país de desmemoriados). Puedo decir que sin proponérmelo, al escribir un teatro que presta voz a los que no la tienen más que predicar o “despertar concien­cias”, he conseguido rescatar los valores que fui descu­briendo en nuestro pueblo (clase obrera, campesi­nos, mapuches, incluyendo a los marginados). Valores que por lo general se igno­ran: genero­sidad, soli­dari­dad en alto gra­do, cierto sentido del honor, mucho sentido del humor. También su forma de dar amor.[18] Hay también cierta riqueza en el modo de expresar­se, en los versos popula­res que conservan vivas las tradi­ciones -los cantos o versos a lo divino y a lo humano son muestras de ello-, mucha intuición para calar a la gente y una innata sabiduría que en medio de la vorá­gine de la tecnología, el consumismo, la ciberné­tica y las comunicaciones al instante, hemos ido perdiendo.




Epílogo.
Teatro Popular.



Durante la candidatura de Salvador Allende no podíamos los escritores de izquierda quedar al margen de la campaña que se iniciaba con muchas esperanzas de triunfar[19].

A pedido de Allende, (no fue posible movilizar el elenco de la obra de Ranquil), realicé no tanto el teatro que llaman “político”, sino que contribuí a su campaña con “propaganda con forma teatral”: sketch  realizados en las plataformas unidas de dos camiones en las poblaciones obreras, que instalaba el Comité de la Unidad Popular, escenario en que cada fin de semana, después del teatro,  intervenían los políticos con sus discursos. Un teatro elemental que fue derivando en un teatro popular, al realizar una serie de experiencias y trabajar con muchachos de las poblaciones (de las brigadas muralistas “Ramona Parra”), instándolos a escribir sus propias obras. Se comprende, al realizar esa labor, el importante rol educativo del teatro en los medios donde no llega la cultura, considerando que la educación es imprescindible para que cualquier medida tendiente a la superación de la pobreza tenga éxito. Hacer teatro -que pueden hacer sin costos-, además de subirles la “autoestima”, es el primer peldaño para transformarlos de seres pasivos en actores activos de un posible cambio: al estudiar su entorno para componer una obra descubren que tienen posibilidades de enfrentar sus problemas más inmediatos (eligen temas como las drogas, delincuencia, alcoholismo, llamado a la unión). Asimismo, al escribir yo un teatro popular para estos grupos que trate de esos problemas, estoy “concientizando” -como lo hizo Recabarren en las salitereras a comienzos del siglo 20,  para instar a los obreros a reclamar por su derechos-, ya que miseria y explotación equivalen a una violación de los derechos humanos, la que se prolonga y se acepta porque permanece oculta, no es proclamada en los medios como en el caso de torturas. El problema de la pobreza y desamparo ha sido siempre mi principal preocupación (como dije antes, más que nada por lo injusto que es que nazcan en hogares miserables, niños que carecerán de futuro), en este país donde se habla de 4 a 5 millones de pobres,  para lo que se busca constantemente soluciones sin hallarlas.


Isidora Aguirre junto a su hermano y Salvador Allende en gira
por Antofagasta durante la Campaña Presidencial de 1969.

Mientras duraba el gobierno de Allende, realicé propaganda política con un teatro callejero, que formé, con Jorge Cano, director colombiano, “Los Cabezones de la Feria”, un teatro didáctico y festivo en el que se aclaraban los propósitos y el programa de gobierno de la Unidad Popular.

Tuve, asimismo, una gratificante experiencia, al escribir, a pedido, la historia de las Juventudes comunistas, en el Estadio Nacional, espectáculo que dirigió Victor Jara, y al que asistieron 80 mil personas. Otras experiencias enriquecedoras: la gira por los asentamientos campesinos del sur con Los que van quedando en el camino; y el trabajo en la Penitenciaría haciendo escribir una obra con sus vivencias a los reos comunes. Realizaciones en las que entregamos mucho, pero aprendimos y recibimos mucho más[20].


Notas



[1] Isidora Aguirre hace referencia a la mañana del 21 de junio de 1941, día del estreno de las obras  “Ligazón” de Ramón del Valle-Inclán y “La guardia cuidadosa” de Miguel de Cervantes. La función se programó a las 10:30 hrs. para no competir con el teatro profesional.  (Nota de J.Hanson)
[2] Institut des Hautes Etudes Cinématographiques. Instituto de Altos Estudios de Cinematografía en español. Creado en 1943 por Marcel L'Herbier. (Nota de J.Hanson)
[3] Revista Apuntes, Especial 40 años. Nº 119 y 120. Santiago. Escuela de Teatro de la P. Universidad Católica de Chile, 2001, pág. 34.
[4] En verdad, contábamos con algunas obras escritas a instancias de uno de los conquistadores (Hurtado de Mendoza) para que se conocieran sus hazañas en la Península, obras ingenuas en que los mapuches juraban por Júpiter. Sólo se salvan trozos poéticos de una que escribió Lope, basado en “La Araucana” de Ercilla.
[5] En el ensayo Manuel quedó molesto al ver algunos cortes hechos por Pedro. No estaba presente pero me contaron que hubo un choque entre esos dos grandes hombres. Aunque sólo les conocía un trato suave, afable, solían montar en cólera. Hubo insultos, pero todo terminó cuando Pedro, con su chispa criolla, le dijo: "Es que es teatro, huevón, no una nove­la..." Pero Manuel quedó más que satisfecho con el estreno. Pedro se preocupó que para los saludos estuviéramos cada uno en un extremo del esce­nario, Manuel ya mayor, rostro adusto, más del metro 80, y yo con mi escaso metro y medio y una barriga de cinco meses (esperaba a mi hija menor)
[6] Cuatro años antes, cuando aún sólo tenía mis obras breves, me dieron esa idea por lo pintoresca y tradicional que era es Pérgola situada en el corazón de Santiago, frente a la antigua iglesia de San Francisco y medio a medio de la Alameda la principal avenida de Santiago. La floristas que llegaron ahí el año 20, luego tuvieron que defenderla porque obstruía el tránsito de vehículos que iba en aumento   El tema no me interesó ni conocía el genero musical, pero al que le propusieron componer las canción, Pancho Flores,  compuso una canción inspirada en la Pérgola, (ya trasladada a orillas del Mapocho) y buscó un escritor para el texto. Hubo más de uno, finalmente la escribió Santiago del Campo. Pero si bien gustaba la idea cuando la dieron a conocer, no gustaba la obra. Le pidieron a Santiago del Campo y a Pancho Flores que la rescribieran. Santiago que viajaba a radicarse a España dijo que no le interesaba hacerlo. Fue entonces cuando Dittborn envió a Pancho con su propuesta.
[7] Hoy, 3 de Enero, cuando escribo este artículo, murió Andrés Pérez y vengo llegando de un homenaje impresionante en su velorio, en el teatro, donde habían repuesto “La Negra Ester” para ayudar en su grave enfermedad. El teatro estaba repleto, todos los actores y público, fueron cantores populares, hubo danzas, y las flores y coronas no cabían en el escenario donde estaba el ataúd.
[8] En policía política al ir a renovar mi pasaporte en el año 74, uno de los de policía política me leía mis pecados que tenia en un cajón de su escritorio, de los que yo con ironía me iba disculpando. Cuando llegó a lo de haber sido de la dirección del Instituto chileno cubano, pregunte si estaba fichada por eso (sabía que lo estaba, al menos en la embajada de USA), se puso de pie y me dijo enfático: "Señora Isidora, usted no está fichada ¡todo Chile se saca el sombrero ante la autora de la Pérgola de las Flores!" Pude salir, viajar con toda libertad, y tenía que explicar a los compañeros exiliados "no estoy con la Junta, tengo "inmunidad" pergolaria... Lo que no deja de ser insólito en medio de tanta crueldad como la que existió. Creo que los artistas conocidos fuera de Chile, le debemos esa prerrogativa a lo mucho que se criticó en todo el mundo el asesinato de Víctor Jara.
[9]...Luego de ver  Población Esperan­za, me dijo “Usted, lo mismo que Neruda, aunque no crean en Dios, se van a ir al cielo, por lo que se han preocupa­do de los pobres...”, de modo que tengo listo mi pasaporte.
[10] En lo alto del escenario en Buenos Aires, había una frase con grandes letras que decía, tomado del escrito en mi programa: “Mientras los papeleros existan, el mundo en que vivimos debe ser cambiado” (aunque no recuerdo las palabras exactas.) Mi madre desde que vio la obra, ponía las sobras de comida en bolsas nylon bien cerradas para que les llegar limpia… También quiénes vieran la obra, tendrían otros ojos para ver a los papeleros escarbando en los tachos en la calle.
(11) Esa mirada de Pedro me recordó un episodio que cuento en mi obra Boívas y Miranda; Estando Bolívar en París (dedicado al juego y a las mujeres) es llevado por su maestro, Simón Rodríguez, a visitar a Humbold que volvía de su viaje explorando las Américas. Cito un parlamento de esa obra, cuando Bolívar en su delirio  (antes de morir), se dirige a la estatua de Humbold: "En una ocasión dijo usted: Los hombres allá están maduros para sacudir el yugo de España pero ¿dónde hallar a alguien suficiente­mente fuerte para llevar a buen término esta empresa?" Y al decirlo, fijó sus ojos en mí..." ¿Me ocurrió, como a Bolívar el que la mirada estimulado  por esa mirada, se lanzó a independizar su patria? O, más bien, al escribir esa escena, recordé la mirada de Pedro que cambió mi estilo de teatro?
[12] Estando con Pablo Neruda que me celebraba “Los Papeleros” con una cena, le pedí un tema campesino para mi próxima obra. Me dio un papel donde decía: “Ayuda a mi amiga Isidora” el que tenia que entregar a Chacón Corona en el Partido Comunista. Pablo sabia que el me daría el tema de Ranquil por haber tenido participación en ese alzamiento.
[13] Más aún cuando fue llevada en gira por los campos (se daba en los llamados “asentamientos campesinos”, año 72, financiaba La Corporación de la Reforma Agraria, con ocasión de la entrega de tierras en Lonquimay, hasta donde llegaron representándola. La llevó un grupo independiente dirigido por Nelson Baez, ex alumno de mi taller en la Escuela de Teatro. Se iluminaba con fogatas y se usaba un caballo de verdad en una escena en que la pareja de Rogelio y Lorenza,, conversan sobre un caballete en  el teatro. Un dirigente les decía: esta obra vale por cien discursos.
[14] La nueva ley les tendía una trampa: les concedía pedir créditos si inscribían los títulos de propiedad de sus "reducciones", renunciando a su nacionali­dad mapuche. Trampa, porque al ser tan pequeños sus predios -a veces sólo una hectárea-, lo más probable es que tuvieran que pagar esa deuda entre­gándolo como pago, ya que su agricultura es apenas de "mantenimiento de la familia". Lo que Pinochet buscaba era suprimir el minifun­dio. Logra­ron sus dirigen­tes que 2000 reducciones se unieran para enfrentar la ley y no pedir los títulos, ni préstamos, menos aún, renunciar a su nacionalidad mapuche.
[15] Se refiere al edificio Diego Portales, donde tenía su oficina Pinochet.
[16] 19 prisioneros deben ser traslados a pocos días del golpe militar a una cárcel de Los Angeles, al pasar por la "Papelera" (empresa de gran enverga­dura cerca de Concepción), los carabineros reciben botellas de Pisco (licor tipo orujo), para celebrar el golpe y por ser vísperas de las Fiestas Patrias. Envalentonados, en una especie de orgía -de licor y poder-, los fusilan en un bosquecillo donde los entierran. Como unos perros escar­ban­do dejan al descubier­to unos miembros, los desentie­rran, queman el bosque y los van a tirar al cementerio de Yumbel. Hablé con el sepultu­rero ese año 85 y era el mismo del 73: dijo que lo habían encerrado en su casa para enterrarlos y me mostró el lugar donde al día siguiente vio la tierra removida. Había pues la sospecha de los familiares que ahí estaban sus deudos, y al descubrirse el entierro clandestino en las minas de Lonquén, en 1979, la Vicaría ordenó exca­var: identifican los restos y le dan sepultura religiosa. No hubo juicio sólo se identificaron los carabineros culpables, los que no tuvieron castigo.
[17] La obra está traducida y publicada en USA, gracias a la difusión de Casa de las Américas que publica las obras premiadas y las distribuye. Tiene tam­bién una publicación en Chile (Ed. Lar, 1986) pero ambas están agotadas.
[18] Un hombre del basural recor­daba con un senti­miento inusual de amor y ternura a la esposa muerta: mostrándome su foto que llevaba siempre en su bolsillo, me dijo: "por sus dolores la quise: me casé con ella para salvarla del maltrato de su madrastra que la mandaba al "Matadero" a barrer la sangre de los anima­les muertos".
[19] Allende deseaba llevar en su gira de candidatura mi obra “Los que van quedando en el camino”  (por la que me dijo “como político te doy las gracias”...comentario del que mucho me enorgullezco, porque es un caso único en Chile  que un Presidente se interese en llevar teatro en gira de candidatura..
[20] Hago esta breve referencia a ese tipo de teatro con pequeños grupos (exceptuando el del Estadio donde contamos con más de 100 actores entre profesionales e improvisados), porque pienso que en ese período, mediados del 69 hasta el golpe de septiembre del 73, quizá fue mayor mi aporte que el realizado con mis obras de denuncia, aunque las obras mismas que escribí (escritas en mi taller popular) no tuvieran un valor literario, sólo un valor “funcional”, tanto que ni siquiera me preocupé de conservar los textos.


1 comentario:

Fabio Rubiano Orjuela dijo...

Buena idea, es lo que necesitamos para compartir lo que hacemos